Opinión · Fuego amigo
Un azote, un cachete, una paliza, una tortura
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Las confesiones religiosas se amparan en el derecho de los padres a dar la educación a sus hijos que mejor consideren según sus creencias y costumbres. Es la base para oponerse, por ejemplo, a la asignatura de Educación para la Ciudadanía o para perpetuar la mutilación de las niñas, con la ablación del clítoris. Gracias a esa regla, los hijos pueden padecer tortura mental continuada, un maltrato psicológico cruel disfrazado de educación religiosa, por el puro capricho de sus padres que creen firmemente en castigos eternos, en demonios, ángeles y arcángeles, y pecados mortales. A veces se creen en el derecho de jugar con la vida de sus vástagos con su oposición a una transfusión de sangre salvadora, como en el caso de los Testigos de Jehová.
El mismo mecanismo ha servido históricamente para la utilización de otra tortura, el maltrato físico, que a veces tomaba la forma de una abierta paliza. Y todos lo hacen, cómo no, con el noble propósito de “enderezar” el carácter y el destino de sus muy queridos hijos.
Ahora bien, si preguntáis a los partidarios de la violencia cuál es la dosis adecuada a emplear contra los educandos, inmediatamente comprobaréis que cada uno tiene su receta particular. Y encontramos desde partidarios de la paliza (seguramente un ensayo general con todo para futuros reos de violencia machista) hasta los que ven con buenos ojos el cachete, el capón, el azote, la colleja, más para multiplicar el efecto de una regañina que como un intento de ejercer violencia física.
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Yo pertenezco a la generación de receptores de cachetes y azotes varios, pero a mi hijo jamás le he tocado un pelo. Ni yo estoy traumatizado por las collejas paternas (mi madre sólo hacía volar las zapatillas, con una pésima puntería) ni creo que él esté mejor educado que yo. Pero aplaudo la decisión del Congreso, con la oposición del PP, por supuesto (a la derecha le encanta salvar a la humanidad a hostia limpia), de “ilegalizar” el cachete, no tanto por su gravedad intrínseca, sino porque las discrepancias en la dosis, la arbitrariedad en la administración de la medicina, son tan enormes que a veces tan sólo los servicios de urgencia de los hospitales son capaces de distinguir entre educación y maltrato.
Y porque mal vamos si la autoridad te viene dada por tu capacidad de ejercer la violencia.
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