Opinión · Fuego amigo
Póntelo, pónselo, y mételo por la ranura
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Según las cifras que maneja la Dirección General de Tráfico, el porcentaje de conductores muertos en accidente que llevaban puesto el cinturón de seguridad es del 2%, cifra que se eleva al 8% en el caso de los conductores que pasan olímpicamente del cinturón.
Entre muchos de ellos, de los que quedan vivos, existe lo que ya empieza a conocerse como el “síndrome Aznar”, que consiste en “¿quién le ha dicho a usted que puede conducir por mí?”, o, en este caso, “¿qué le importa a usted cómo prefiero matarme al volante?”, dicho todo ello con voz pegajosa, como de haber bebido un par de copas de más.
(Por cierto, no sé si son cosas mías, pero he observado una aversión mayor entre la gente de derechas que entre la de izquierdas a cumplir con ciertas normas de tráfico, como por ejemplo los límites de velocidad o el uso del cinturón de seguridad. ¿Será porque tienen mejores coches y más seguros, o porque en su fuero interno han decidido que el PSOE, por medio de su esbirro Pere Navarro, no es quién para prohibir lo que no les prohíbe su religión, que es donde están explicitadas todas sus normas de conducta?)
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No hace mucho, un amigo mío estrenaba un nuevo coche de derechas, de esos que lo tienen todo. Con tantos caballos bajo su pies y tanta tecnología alemana a su servicio cuando se ponía al volante decía comprender lo fea que era la humanidad motorizada en coches de segunda mano. Un salpicadero de luces como el firmamento le hacía guiños de colores, como las luces de las casas de putas de la carretera. Y una de esas luces, de color carmín como los labios de las colipoterras, le avisaba, al ritmo de campanitas, de que se había olvidado de atarse el cinturón.
Mi amigo, tan de derechas como su coche, no es contorsionista como dicen que son los mileuristas que tanto preocupan a Mariano Rajoy, pero aún así se retorció lo suficiente para conseguir ajustarse el cinturón en marcha. En medio de aquel lío de brazos de aquí para allá, oyó el claxon del coche de segunda mano de un enemigo de la clase obrera que le avisaba de que iba haciendo eses por la calzada peligrosamente.
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Al fin atrapó la cincha. Sólo faltaba localizar la ranura de enganche para estar a bien con Pere Navarro. Fue entonces cuando cometió la mayor imprudencia de su vida: apartó la vista de la carretera para buscar la maldita ranura. Y allí estaba, a su lado.
Aún hoy, lo único que recuerda tras el clic salvador del cierre es una explosión brutal y una nube de cristales finísimos proyectándose como niebla sobre su cabeza.
Camino del hospital, todavía semiinconsciente, le decía al guardia civil: “menos mal que llevaba puesto el cinturón de seguridad”.
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