Opinión · Fuego amigo
Un amor enfermizo por la tortura y el sufrimiento de los demás
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Hay pactos nefandos que es mejor callar. Eso debió de entender la Comunidad de Madrid cuando intentó ocultar un acuerdo con los fundamentalistas cristianos de la diócesis madrileña por el que posibilita que los curas participen, junto con los médicos, en la decisión de cómo deben morir los enfermos terminales en la sanidad pública. Se firmó, según anuncia la Cadena Ser, el 20 de enero, quizá siguiendo las enseñanzas del arzobispo emérito de Pamplona, Fernando Sebastián Aguilar, que ya avisaba de que no tenemos derecho a ser unos quejicas, que Jesucristo “no tuvo cuidados paliativos” en su muerte en la cruz, y mira que bien le fue.
Con este regalo, que tiene todos los visos de ser inconstitucional, los capellanes de los hospitales públicos de Madrid van a formar parte de los comités de ética y de los interdisciplinares de cuidados paliativos, a los que les están encomendadas decisiones como las sedaciones a los enfermos terminales, abortos y prácticas médicas que los idearios morales de las religiones consideran su coto privado. Es decir, los representantes de la religión católica tienen bula para contradecir el criterio científico de los médicos. La sombra del denunciante “anónimo” del doctor Montes es alargada.
El Consejero de Sanidad, Juan José Güemes, ante el revuelo armado por la emisora, ha salido al paso diciendo que aunque los curas pueden opinar, su dictamen no es vinculante. Y todos nos preguntamos ¿qué hacen, pues, allí? ¿Por qué firma un papel que permite a la Iglesia fisgar en nuestra muerte después de lo que ya husmeó hasta saciarse en nuestra vida?
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Buena parte de los médicos de urgencias de la red sanitaria madrileña coinciden en que esta comunidad se ha convertido en uno de los peores lugares para morir, desde que el fantasma del talibán denunciante del Doctor Montes deambula por sus hospitales. Ahora sólo faltaba que los defensores de morir sin cuidados paliativos, además del derecho de denuncia anónima, puedan alargar nuestra agonía a su antojo. ¡Qué amor enfermizo por la tortura y el sufrimiento!
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