Opinión · O es pecado... o engorda
Locos por la sal
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Lo confieso, soy bastante adicta a la sal. Pero eso no significa que me guste echar mucha sal a toda la comida sino que, con frecuencia, siento necesidad de comer alimentos salados en su elaboración: anchoas, patatas fritas o aceitunas. O las tres cosas a la vez. Algo que nunca me pasa con las cosas dulces.
Resulta que este es un comportamiento muy parecido al de las vacas o las cabras, que buscan desesperadamente sodio cuando notan un bajón, por ejemplo, por la lactancia. Parece que el “hambre de sal” es un mecanismo de subsistencia que compartimos con el resto de los animales.
Pero ahora ya no se trata de supervivencia, sino de placer. Aquella hambre de sal de nuestros ancestros, se ha convertido para nosotros en un reclamo de endorfinas. Según la Sociedad Española de Cardiología, el consumo de sal induce a un comportamiento cerebral semejante al de la cocaína. Provoca en las células nerviosas situadas en el hipotálamo un exceso de dopamina y orexina. Lo que llamaríamos “un subidón”, vamos, que aumenta la sensación de placer y recompensa.
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Así que, si la OMS recomienda no consumir más de 7 gramos de sal al día, porque todos conocemos su relación directa con la tensión alta y sus problemas cardiovasculares. En España estamos muy por encima de ese baremo: consumimos una media de 11 gramos. O sea que miedo me da que a alguien se le ocurra la brillante idea de retirar del mercado las aceitunas rellenas de anchoa por doble riesgo sanitario.
Pero sí es cierto que se puede rebajar considerablemente el consumo de sal. Al fin y al cabo, los alimentos tienen su propia carga de sodio de forma natural y esa sobredosis que nos amenaza está casi siempre en la comida elaborada y condimentos como la salsa de soja o los “sopicaldos”.
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Un buen truco casero, sobre todo aliñar carnes y pescados ya cocinados es la “flor de sal”. Con el calor, las escamas de sal se pegan a la comida. Siempre se necesita menos cantidad y además, suele realzar el sabor. Tuve oportunidad de recoger esa "flor" en una salina del sur de Portugal. A una hora en la que confluye una determinada temperatura y la marea baja, se recolecta con una especie de pala-colador. Sólo la que está en superficie, con mucho cuidado para no remover el fondo. Surge así una sal natural, transparente, natural...
Allí, en el Algarve, también conocí “la tabla de sal”. Conservada en el congelador, aporta sabor a la comida que se le pone encima, sólo con la diferencia de temperatura. Está muy bien, por ejemplo, para dar un ligero toque salado al sashimi o al sushi.
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Las especias pueden ser una buena alternativa. Pero lo mejor, desde mi punto de vista, son las sales especiadas. Las hay en todas las posibilidades y para cada uso: ensaladas, asados de carne, pescados a la plancha. Y sus sabores tienen la suficiente presencia como para no tener que abusar.
En los magníficos puestos de especias de los países árabes encontrareis finísimas pero potentes sales de ajo o de limón. Pero no hace falta ir tan lejos para encontrar auténticas delicias. Podemos comprar aquí sal de lima, de remolacha o de aceituna arbequina. Estas mezclas también dan la oportunidad de cocinar con aromas y sabores de ingredientes demasiado caros para una cocina doméstica. Es el caso de la trufa blanca.
Pero no hace falta asaltar los clubs del gourmet. Se pueden hacer estupendas mezclas en casa. No es tan difícil elaborar sales de ajo y perejil, de apio, de algas, de pimientos, de setas, de guindilla y hasta de naranja, de todo lo que os guste. Es mejor utilizar buena sal, ni gruesa ni fina, y mezclarla con escamas o flor. Hay varias formas de elaboración: directamente, cuando se trate de elementos secos -como las guindillas o las ñoras-, con elementos secados al horno o deshidratados previamente -como los pimientos asados o las setas- o con elementos previamente escaldados -como el apio o la albahaca-. En los primeros modos, lo fundamental es triturar bien, pero sin pulverizar, y mezclar. En el último, hay que tener más paciencia porque hay que mojar la sal y luego volver a secarla. En cualquier caso, la conservación siempre será en un frasco hermético.
No hay mejor base que la sal. No olvidemos que, en origen y durante siglos, fue el único conservante natural. Su valor era universalmente reconocido, así que la sal llegó a ser moneda de cambio, por ella se crearon rutas de comercio e incluso dio nombre a ese bien escaso llamado “salario”.
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