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Opinión · Notas sobre lo que pasa

Alegato contra la burocracia

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Manifestación en Barcelona durante la huelga general del 3 de octubre de 2017

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Rectificar es de sabios, qué duda cabe, pero conviene que pensadores, estudiosos, ideólogos o dirigentes, cuando rectifican, digan que así lo han hecho y expliquen los motivos. Solo de este modo pueden evitar la desorientación o la desconfianza entre las personas que les han prestado atención.

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En política asistimos a menudo a cambios de posición y de actitud de dirigentes que se esfuerzan en explicar, a pesar de las evidencias en sentido contrario, que su conducta y sus objetivos no han cambiado en absoluto y que son coherentes con lo que siempre predicaron.

Mutaciones políticas

Ahora vemos a políticos catalanes, independentistas de toda la vida, empeñados en demostrar que el mejor camino que se puede elegir para conseguir el reconocimiento de Catalunya como sujeto político soberano es el que trazó quién fue presidente de la Generalitat durante 23 años. No lo dicen así, obviamente, ni pasan por alto los asuntos de corrupción, pero defienden, en un contexto de fuerte represión, una política de pactos similar en muchos aspectos a la que defendió Jordi Pujol. Intercambiaban e intercambian votaciones de apoyo al Gobierno español a cambio de recursos, competencias y promesas de inversión para Catalunya. Quizás hacen lo más sensato, pero convendría que reconocieran que han cambiado y explicaran los motivos.

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Y muchos de los que fueron 'pujolistes', por su parte, hablan de la necesidad de llevar a cabo una política de confrontación con el Estado, de movilización masiva y de desbordamiento, sin renegar de la "sapiencia" de un personaje que, más allá de la fortuna que escondió, de los impuestos que dejó de pagar y de la financiación inconfesable de su partido, pactó con el poder central la articulación de la autonomía catalana, fuera quién fuera el inquilino de la Moncloa. Seguramente estuvieron cargados de razones para romper con el autonomismo, pero sería necesario que explicaran con detalle cuándo y cómo descubrieron que el legado convergente y los pactos de la transición eran contrarios a los intereses de Catalunya.

Conviene recordar también el cambio de aquellos socialistas que un día dejaron de reivindicar el derecho a decidir del pueblo catalán. No dieron ninguna explicación y mantienen que sus líneas políticas estratégicas son las de siempre. Se reivindican en algunos momentos como federalistas, sin explicar la diferencia que existe entre el Estado federal que defienden de vez en cuando y el actual de las autonomías. Resulta complicado, por otro lado, saber donde se encuentra su federalismo de referencia en el resto del Estado o qué podrían pedir al Gobierno central en una eventual mesa de diálogo, en temas como la fiscalidad, las inversiones, la política lingüística o espacios de soberanía en ámbitos como la salud, la justicia, la enseñanza o la ordenación territorial. Lo mejor para todo el mundo seria que explicaran con precisión una propuesta de solución de la cuestión territorial. No lo han hecho nunca.

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La desaparición de la casta

Y otra metamorfosis rápida y espectacular, nunca reconocida, es la de quienes se lanzaron al asalto de las instituciones en nombre de la “nueva política”. Aquellos que decían que nos encontrábamos a las puertas de una “revolución democrática”, que habían defendido la necesidad de un proceso constituyente [o procesos, según el día], y que hablaban una y otra vez de la necesidad de desalojar a “la casta” de sus lugares de privilegio, para poder impulsar auténticas políticas sociales, democratizar la economía y el aparato del Estado.

Ese término, “la casta”, no solo se utilizaba para identificar el adversario político instalado en la Administración. Servía también para referirse a cualquier defensor “del régimen”, el del 78, y en general para hablar de los “poderosos”. “Los de arriba”, decían, para evitar el término “burguesía”. Se diría que en aquella arremetida contra los privilegiados tuvieron un éxito rotundo, ¿verdad?, porque “la casta” ha desaparecido casi del todo de sus textos y discursos.

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El posibilismo es una actitud política más que respetable, puesto que permite algún tipo de acción social en favor de los más desfavorecidos, pero tiene poca cosa a ver con los anhelos que se expresaban cuando los nuevos políticos disponían a romper con el bipartidismo y se presentaban como adalides de la lucha por la democracia económica, social, política y ciudadana.

¿Qué les ha hecho cambiar a unos y otros? Las relaciones con el poder económico, sin duda alguna. Unos las tenían y bastante estrechas. Parece que las perdieron. Y otros aspiran a que ese poder les tenga en cuenta. Pero lo que también resulta determinante es la influencia que tiene sobre las conciencias la actividad institucional. A veces impresiona la velocidad con la que algunas personas normales cambian de conducta, de costumbres y de ideas una vez tienen en sus manos una cartera ministerial, una acta de diputado o entran a formar parte de cualquier organismo de gobierno.

La función de los aparatos

La actividad política no existiría sin aparatos organizativos y cargos institucionales, es obvio, pero también es cierto que la burocracia y las instituciones intoxican demasiado a menudo a las personas que las controlan, porque les hacen olvidar los objetivos por los cuales dijeron que querían trabajar desde ellas.

Y esta toxicidad tiene efectos especialmente nocivos entre todo tipo de defensores de derechos democráticos o de intereses populares. Entre ellos aparecen enfermos de autoritarismo, de pasión por el liderazgo y de irrefrenable tendencia a la descalificación, la marginación y la expulsión de los discrepantes, personas que se creen iluminadas con un conocimiento especial, capacitadas para marcar a la ciudadanía un camino a seguir, sin consultas ni debates ni procesos deliberativos.

La derecha más conservadora o neoliberal tiene otras motivaciones y herramientas para competir. Mantiene su poder sobre dos pilares, el poder económico y la Administración, y utiliza la segunda para favorecer en todo momento la acumulación de capital. La política, para quien tiene dinero, se basa en las “oportunidades de negocio” que puede favorecer o generar, en las posibilidades de acabar con el competidor y siempre en el mantenimiento de la explotación de quien vive de un salario. Pero quien no cuenta con otro apoyo económico que el de su trabajo, si quiere ser escuchado y participar en la toma de decisiones que le afectan, necesita organizarse, tiene que contar con un “aparato”, y con el máximo espacio posible dentro de los organismos públicos de representación popular.

"La política es así"

El problema aparece cuando la acumulación de poder administrativo se convierte para un número reducido de personas en un objetivo en sí mismo. Se trata de un poder limitado, pero que despierta ambiciones apasionadas, por pequeño que sea. Se mide en términos de presupuesto, metros de despacho y número de subordinados, independientemente de la utilidad del servicio que presta. Esto es lo que hace que el ciudadano se sienta tantas veces maltratado y defraudado ante un poder político y una burocracia que no le escucha, ante unos individuos que cambian de objetivos y de aliados sin dar explicaciones y que se perpetúan dentro de las instituciones, porque muchos de ellos decidieron hacer de la política su profesión. Con el paso de los años, además, estas personas olvidan algo más que los objetivos que proclamaron en su día. Entierran también sus oficios, si tenían alguno, y se especializan en lo que han aprendido: maniobrar dentro de los aparatos.

Toman conciencia, eso sí, de que si consolidan posiciones, si suben y ganan influencia, quizás podrán conseguir suficiente complicidad y confianza entre quienes mueven importantes cifras de dinero, para obtener algún día, cuando se “retiren de la vida política”, una “dirección” o consejería dentro de alguna gran corporación privada.

Por eso se ven con tanta frecuencia “dirigentes” que se esfuerzan en romper o disolver lo que no consiguen dirigir. Expresan sumisión ante quien manda, e intentan atemorizar o silenciar a quién no es suficientemente dócil, expulsan discrepantes de su entorno, traicionan a sus compañeros, pactan con “aliados” que en otro momento consideraban execrables, difunden todo tipo de acusaciones contra sus disidentes, y si alguien les hace ver la fealdad de este comportamiento responden que hay que estar preparados para responder ante estas maneras de actuar, porque “la política es así y siempre se mueve”.

Todo vale, vienen a decir. Hay honorables excepciones, y muchas, claro que sí, pero en este tiempo de COVID19 ha resultado dramáticamente ridículo, por ejemplo, el espectáculo dado por políticos aplicados en la “denuncia” de directrices supuestamente irresponsables contra la propagación del virus. Descalificaciones especialmente graves, teniendo en cuenta los efectos dramáticos de la pandemia y la ignorancia, la falta absoluta de conocimiento científico por parte de los políticos que formulaban y formulan estas críticas. Ataques solo pensados para causar daño a los rivales y debilitarlos políticamente.

¿Diferencias estratégicas?

Ahora se acercan elecciones en Catalunya, y no dejamos de ver soberanistas que hablan de discrepancias estratégicas con otros soberanistas, sin explicar nada de nada sobre qué diferencias existen entre la Catalunya del futuro que imaginan unos y otros.

Se escuchan casi todos los días declaraciones en favor de la unidad o la ampliación del espacio político común, sin perder ocasión de lanzar ataques contra el socio y de negociar acuerdos unilaterales con fuerzas que consideran antagónicas, sin que importe, parece, la desafección que provocan con estas conductas entre la gente que en otro momento encabezaron en grandes movilizaciones.

Y también están los que no se cansan de hacer llamamientos a una alianza entre “fuerzas de izquierda”, para apoyar a un Ejecutivo progresista como el que desde Madrid hace política con un ojo puesto en las encuestas y el otro en los mercados financieros. Un Gobierno que ha hecho posible la aprobación de leyes efectivamente progresistas, como la de eutanasia, o la mejora en pequeña medida del salario mínimo, y que se ve obligado a gestionar en circunstancias muy difíciles las medidas contra la pandemia, pero que deposita sus esperanzas en la llegada de fondos comunitarios, sin precisar los sujetos económicos que “pondrán a trabajar” este dinero, que no plantea en el corto plazo ninguna reforma fiscal más allá de los timidísimos cambios introducidos con la ley de presupuestos, mantiene la desregulación del mercado laboral impuesta por los gobiernos anteriores, no propone ninguna medida para romper de verdad la brecha salarial entre hombres y mujeres, supedita el derecho a la vivienda a las ganancias de propietarios y fondos buitre, sigue sin hacer efectivo el cobro del Ingreso Mínimo Vital y no apunta ni de lejos a la posible implantación de una renta garantizada para todo el mundo, incrementa el gasto en armamento, tolera la agitación ultraderechista dentro del Ejército, reclama respeto por las decisiones de una cúpula judicial y una fiscalía repleta de magistrados filofranquistas, considera utópica la aprobación de una amnistía para miles de represaliados del proceso soberanista, mantiene la ley mordaza y los atentados consecuentes contra la libertad de expresión, defiende “valores republicanos” vacíos de contenido, manifiesta lealtad a una institución monárquica corrupta, aumenta el presupuesto de la Corona, se niega a replantearse la estructura radial del Estado, vulnera permanentemente el derecho de los inmigrantes a tener derechos y asiste pasivamente a la degradación del espacio natural.

Los agentes que controlan el Gobierno español se conforman con mantener la esencia de lo que hay y con vender como política “progresista” el pago entre todos de los costes de la grave crisis económica que acompaña a la pandemia. Dejaron atrás como agua pasada el tiempo de ilusión colectiva en “otro mundo posible”, de reivindicación de una vida en “democracia real”, aquel período de repolitización de la sociedad y de movilizaciones enormes, reivindicativas de derechos democráticos y de posibilidades de vivir dignamente, solidariamente.

Quizás la gente mayor no llegará a ver un proceso de contestación social de tanto impacto como el que se inició con el 15M del 2011, ni un fenómeno impugnador del actual régimen como el vivido en Catalunya durante la pasada década, pero será necesario que en algún momento, más temprano que tarde, sea posible una reflexión colectiva y muy amplia sobre el factor político estructural que tantas veces a lo largo de la historia ha frustrado esperanzas de verdadero cambio: la burocracia.

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