Opinión · Otras miradas
De cómo la mayoría puede ganar la contienda política en torno a la corrupción
Investigador en Ciencia Política y activista social
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Ramón Espinar Merino
Investigador en Ciencia Política y activista social
Lo de la Infanta Cristina es infame. O presuntamente infame, por guardar las formas. El caso Nóos vincula, en una trama de corrupción, a los dos estamentos que han trabajado juntos, en tantos y tantos otros casos, para sacar adelante proyectos que nada tenían que ver con el interés de la ciudadanía y sí con el enriquecimiento espurio de las élites: grandes empresas y clase política.
Es especialmente sangrante por dos razones: la primera, la más evidente, la vinculación de la Casa Real, una institución cuya única razón de ser en un Estado democrático tiene que ver con el rol moderador y ejemplarizante, metida hasta el cuello en un caso de corrupción. La segunda tiene que ver con el cómo: a través de la utilización del prestigio social de la institución monárquica, la trama presuntamente corrupta operaba a través del tráfico de influencias para poner en marcha proyectos de difusión de un territorio y repartir mucho dinero entre muy pocos bolsillos. Una fórmula corrupta en su relación con la legalidad y profundamente vinculada al neoliberalismo de manual en su relación con lo ideológico.
En todo caso, la imputación de la Infanta, como tantos otros casos de corrupción, corre el riesgo de ser rápidamente amortizada en términos políticos. Una interpretación orwelliana de la realidad vendría a decir que por la saturación mediática, por la manipulación que recibe la ciudadanía y demás. Existiendo como fenómenos la saturación y la manipulación, hay una aproximación que no es desdeñable y resulta, en términos de articulación política, mucho más útil: ciertos casos de corrupción especialmente sangrantes, terminan por pasar desapercibidos en términos de consecuencias políticas porque la estructura de la agenda pública y la ordenación del campo político impiden que exista un bando que se confronte claramente a la corrupción.
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Por decirlo de otro modo: la única estrategia política con posibilidades de alterar el statu quo a partir del escándalo de corrupción en la Casa Real (y en Génova 13 o los ERE de Andalucía) no es aquella que divide la sociedad entre izquierda y derecha. A estos efectos, la transversalidad de la corrupción y el papel que ocupa la monarquía como mediador neutral, la estructura corrupta del Sistema Político se convierte en un vector de desafección y anomia, nunca de movilización y articulación de alternativas.
La estrategia republicana más inteligente será aquella que, de forma paciente y sostenida (y no convocando un “Rodeemos la Zarzuela” pasado mañana), sea capaz de identificar a la monarquía con un bando político que no puede relacionarse con el eje izquierda/derecha. No se trata de constituir una estrategia de marketing “ni de izquierdas ni de derechas” al modo de UPyD, sino de establecer nuevos bandos para la contienda política que retraten la realidad de la situación política delimitando, claramente, a la clase política y el cártel de grandes empresas que se han repartido el dinero de todos en los últimos años por un lado y, por el otro, a la gente corriente que, cada día con más crudeza, padece las consecuencias de los desmanes de la casta.
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Dibujar un campo de juego en el que la contienda se juegue entre esa casta y el Pueblo, entre la Democracia y el neoliberalismo de amiguetes del poder, es la única forma de que las mayorías sociales puedan articularse contra el teatrillo decadente de marionetas en que parece haberse convertido la política en el Reino de Españistán.
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