Opinión · Otras miradas
La globalización del chismorreo
Catedrático de Derecho Constitucional, Universidad de Oviedo
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Primero fue la palabra. Lo dice la Biblia y lo confirma la antropología. Timothy Garton Ash en su magnífico Libertad de Palabra: Diez principios para un mundo conectado nos recuerda que somos humanos en la medida en que nos comunicamos. Esta especie nuestra de seres parlantes inventó el lenguaje articulado y fonético, dicen los expertos, para poder comunicar mensajes complejos y cada vez más sutiles.
La verdad es que el lenguaje humano se fue diferenciando del de otras especies porque nos encanta cotillear. El cotilleo es el origen más plausible de nuestra compleja forma de comunicación. Una abeja sólo necesita saber dónde están las flores que hay que libar o si hay alguna amenaza en el entorno. Nosotros, los humanos, necesitamos chismorrear, hablar indiscreta y maliciosamente de otros, fisgar, husmear en la vida ajena.
Dicen quienes saben de esto que la revolución cognitiva que sufrieron hace 70.000 años los sapiens, y les convirtió en la especie invasora más letal de la historia del universo conocido, propició “nuevas formas de pensar y comunicarse”, lo que nos llevó hasta donde estamos (Yuval Noah Harari). Saber de la vida de los demás es lo que permitió a los sapiens cooperar entre sí, primero en pequeños grupos que poco a poco han ido creciendo hasta la aldea global en la que hoy coexistimos. El rumor y el cotilleo nos ha hecho humanos y ha fundado Estados. Como dice Harari, “los chismosos son el cuarto poder original, periodistas que informan a la sociedad y de esta manera la protegen de tramposos y gorrones”. Por eso siempre ha habido fake news, y cotilleos maliciosos, y gente dispuesta a decir lo primero que se le pasa por la cabeza.
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Opinar en tiempos odiosos
La única diferencia entre hoy y ayer es que hoy el chismorreo se ha hecho global y descontrolado. Primero fue la palabra, y hoy es Internet. La red ha venido para cambiarlo todo. También el universo de la expresión libre. No me cabe ninguna duda sobre las bondades que el ciberespacio tiene para un debate público más robusto, plural y extenso indispensable para la democracia. Hoy, cualquiera desde la intimidad de nuestro pc no sólo podemos informarnos de cualquier cosa y a través de cualquier fuente de información que nos plazca, sino que, además, podemos intervenir en prácticamente cualquier debate que tenga lugar en cualquier parte del mundo.
Hoy el “mercado de las ideas” es planetario. ¿Pero es más libre, abierto y plural? Tengo mis dudas. Lo cierto es que ha servido más bien para hacer planetario el linchamiento y el acoso. El mercado se ha hecho violento.
El que fuera juez del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, András Sajo, explicaba el impacto de la red en la libertad de expresión comparando una discusión en el pub con la de un foro virtual, y Saul Levmore, ex decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chicago, lo hacía entre la pintada en la pared del aseo del pub con el “muro” de Facebook.
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Ambos coinciden en señalar que las palabras amenazantes proferidas en el calor del debate (y tras una respetable ingesta de espirituosos), o ese insulto que usamos para saludarnos amistosamente, o esa afirmación relativa a las habilidades amorosas de un tercero con indicación de su número telefónico escrita en la pared del aseo, poseen un valor muy distinto si en vez de hacerlo en el pub, se hacen en la red.
Internet: ni panacea ni pozo negro
Aquí, como en todo, hay quienes dicen que los innumerables beneficios que ofrece la red para profundizar en la libertad de expresión, hacer más robusto y libre el discurso público y más directa la democracia, deben pesar más que los inconvenientes, que en modo alguno pueden justificar cualquier tipo de control o regulación de esa nueva arcadia inmaterial de la libertad. Por el contrario, hay también un nutrido número de estudiosos y tribunales que creen que la red ni es una arcadia, ni es tan libre, y que quizá sería conveniente poner algunos límites a este “bravo nuevo mundo” que se parece más al salvaje oeste que no a la utopía democrática roussouniana.
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Probablemente ni tanto ni tan calvo. Ni internet es la panacea de todos nuestros males, ni un pozo negro de la comunicación. Como dice Saul Levmore, quizá se trate de arremangarnos y limpiarlo. Nunca evitaremos la propalación de las conversaciones de pub fuera de sus paredes, ni que los rusos traten de manipular elecciones, ni que periódicos digitales de tres al cuarto emponzoñen y no hagan más que excretar fake news.
Pero sí podemos mitigar sus efectos. El periodismo profesional debe reivindicarse con firmeza y diferenciarse del fangal, denunciar el falso periodismo y ser muy riguroso en su trabajo. Los grandes propietarios de la red deben asumir de una vez su responsabilidad como industrias de riesgo y potencialmente dañinas, que es lo que son; ellas no son paladines de la libertad de expresión como nos han hecho cree, sino simples negocios sumamente lucrativos a costa de nuestra decencia y debilidades (¿recuerdan la primera ocurrencia del creador de Facebook antes de inventarlo y por qué? Da que pensar). Y los tribunales deben dejar de perderse en la retórica de las nuevas tecnologías, y hablar claro: si usted insulta, miente o amenaza, es responsable de las consecuencias y también lo es quien colabora con usted en hacerlo.
Cuidar el discurso público
Hay que cuidar el discurso público para que justamente sea lo que tiene que ser, el pilar de la democracia y no del cotilleo. Para eso no hace falta reinstaurar las siempre nocivas censuras previas o establecer controles estatales sobre la red. Basta con que cada cual asuma su responsabilidad y defender el discurso público libre, igual, abierto… y pacífico, sobre todo pacífico. Lo que en realidad distingue la charla de pub o la pintada del retrete del foro de comentarios de un blog o el muro de un perfil de Facebook es que el primero es un discurso privado y el segundo público. Al primero sólo acceden los presentes en el pub, al segundo puede acceder todo el mundo.
El problema que suscita la red es que difumina la diferencia entre un discurso y otro, y en consecuencia sus reglas de juego, y sobre todo una de ellas: la paz en el discurso. No hay discurso público libre, igual y plural si no es pacífico, si lo infecta la violencia, en este caso, de palabra.
El reto hoy para el constitucionalismo del ciberespacio es justamente trazar las fronteras entre el discurso privado en la red, donde ciertas expresiones a pesar de su forma resultan inocuas o irrelevantes en sus efectos, y el público, donde todo alcanza una magnitud y posee unos efectos imposibles de predecir y controlar.
Su problema no es la libertad o su pluralidad en la red, sino el que consigamos que el debate público protegido sea el pacífico y no el violento. Cotillear vamos a seguir cotilleando y malmetiendo, pero tenemos que saber que, si lo hacemos fuera del pub, corremos el riesgo de que nos castiguen por imprudentes.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation
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