Opinión · Otras miradas
La utopía del yo
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TONI RAMONEDA
Claude Guéant, ministro de Interior francés, publicaba el pasado 2 de junio un artículo en el diario Le Monde titulado: “¿Qué Francia para mañana? Escojamos una inmigración controlada” con el que pretendía dar consistencia política a una posición gubernamental que el propio ministro de Interior había resumido con una frase polémica a mediados de marzo: “A fuerza de inmigración descontrolada los franceses sienten, a veces, como si ya no estuvieran en su propia casa”.
En el mes de marzo, en plena vorágine informativa en torno a Marine Le Pen, se trataba de cortejar a los votantes de extrema derecha. Ahora, con este artículo, se trata de ofrecer argumentos a su electorado más ilustrado a partir de lo que el filósofo alemán Jürgen Habermas ha definido como la “integración republicana”. Según este filósofo, la sociedad cosmopolita (tradición francesa que se opone al comunitarismo anglosajón) es aquella que propone un espacio público regido tanto por normas legales como discursivas dentro del cual todo individuo puede ser reconocido como ciudadano gracias al ejercicio de la racionalidad. Esto es, mediante la comunicación. De este modo, las normas que rigen el Estado republicano tienen que ser legales (definir el marco dentro del cual se está participando en la vida pública y fuera del cual se está destruyendo lo público) y discursivas (definir el marco dentro del cual es posible entenderse y fuera del cual se está renunciando al diálogo).
Lo que propone el artículo de Guéant es una síntesis de las normas a partir de las cuales el Gobierno de Nicolas Sarkozy entiende esta integración republicana: “Francia debe ofrecer a quienes acoge con los brazos abiertos las condiciones para una integración, o incluso una asimilación, reales”. Desde un punto de vista filosófico, esto no debe entenderse como una relación directa entre integración y nación porque la integración republicana no tiene que ver con la nación, sino con la república como idea: “Francia, decía Michelet, es más que un país, es una idea”, nos recuerda el ministro. Sin embargo, para que esta idea posea la virtud integradora que se le pretende atribuir, tiene que ser comprensible por todos. Desde un punto de vista legal, las leyes relativas al laicismo constituyen un elemento claro y comprensible portador de integración: no respetar la neutralidad religiosa del Estado equivale a la no aceptación de una regla constitutiva de la vida pública republicana y, a su vez, todo ciudadano puede y debe exigir al Estado que respete esta neutralidad y le asegure la posibilidad de vivir libremente su propia creencia religiosa.
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Desde un punto de vista discursivo, sin embargo, el Gobierno de Sarkozy ha roto el pacto republicano según el cual relacionar la inmigración con la violencia, la precariedad laboral o el desempleo quedaba reservado al populismo de extrema derecha y de ahí que Guéant explique en su artículo que: “Francia es un país abierto, pero su vocación no es la de acoger a extranjeros para convertirlos en parados”.
Así, cuando el ministro explica que su vocación “no es la de convertir a extranjeros en parados” está situando en el mismo nivel dos conceptos: “extranjero” y “parado”, que pertenecen a universos discursivos distintos. Uno tiene que ver con la identidad y el otro con la actividad. Situar en el mismo plano un elemento ontológico (todos somos extranjeros de alguien) y otro social (estar parado es un hecho social, en ningún caso una característica identitaria) y además convertirlos en elementos transitivos (“el extranjero se convierte en parado”) es una relectura del universalismo republicano según la cual los derechos humanos, en vez de permitir la transformación del individuo en ciudadano, permiten la selección, entre distintos individuos, de aquellos que van a ser ciudadanos.
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En la teoría republicana clásica, lo colectivo es universal: el ciudadano reconoce en su Estado una idea además de una geografía y los estados-nación están utopicamente abocados a desaparecer. En la propuesta de Guéant, lo colectivo es nacional y el ciudadano reconoce en él el “nosotros” dentro del cual puede subvenir a sus necesidades. Pero esta misma respuesta la encontramos también en el discurso que hace del extranjero una fuente de riqueza, tanto económica (mano de obra, rejuvenecimiento de la población, consumo...) como cultural, puesto que su integración queda definida por su valor como individuo y no por sus derechos como tal. Así que el verdadero desafío de la integración republicana es el de construir un discurso a la vez integrador y exigente con los ciudadanos, sean o no extranjeros.
Una propuesta la ejemplifican los colectivos implicados en las acampadas de distintas ciudades españolas y europeas (entre los cuales hay, por cierto, un número importante de desempleados) y consiste en identificar ciudadanía con participación. En este caso (y las acampadas no son más que la parte visible de un movimiento mucho más amplio de participación ciudadana), el marco discursivo de la integración republicana no pasa por el reconocimiento de derechos y deberes, sino por el reconocimiento del “yo” como interlocutor racional y el “nosotros”, el bien colectivo al que nos integramos, deja de ser el resultado de una acción para convertirse en la acción en sí misma. Esto implica el fin de la política tal y como la hemos conocido en la modernidad porque desaparece la dialéctica entre “yo” y “nosotros” de la que el líder político es el mediador pero quizás sea, paradójicamente, el principio de una utopía posmoderna: la utopía del yo.
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