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Opinión · Otras miradas

La política es cosa nuestra

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Dos acontecimientos recientes están inaugurando un nuevo período histórico cuyo alcance está todavía por ver, pero que probablemente marque un cambio de época.  Primero, los resultados de las elecciones al parlamento europeo han confirmado el irreversible declive del bipartidismo, el refuerzo del soberanismo catalán y, sobre todo, la irrupción de Podemos como principal catalizador de la indignación ciudadana frente a “la casta” corrupta y su servilismo a la “dictadura de los mercados”.  Luego, la abdicación del rey ha venido a confirmar el miedo de los ya viejos “poderes fácticos” a que lo que anuncien esas tendencias sea una agonía también irreversible del régimen. Les urge poner remedio.

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Nos hallamos, por tanto, en un nuevo escenario en el que la “expansión del campo de lo posible” permite, por fin, abrir un horizonte de expectativas de cambio radical y de ruptura democrática que hasta ahora se hallaban bloqueadas. Quizás la actitud que ha mostrado CiU -complemento del bipartidismo durante la larga etapa “pujolista”- tanto frente a la revuelta de Can Vies como ante la abdicación del rey, sea la más reveladora del cambio que se está produciendo en el panorama político: la primera demuestra cómo el “Sí, se puede” de la desobediencia colectiva se está fortaleciendo, incluso con “violencia” (como ocurrió en Gamonal), frente a la obligación de obediencia ciega a la legalidad, mientras que la segunda no es ajena a la presión que sufre esa formación por parte de un movimiento soberanista-independentista netamente republicano que amenaza desbordarle.

En cambio, el cierre de filas de la ya explícita “gran coalición” PP-PSOE, junto con los grandes empresarios y evasores fiscales del IBEX 35, tan agradecidos a Juan Carlos I por su papel de embajador de la “marca España”, confirma su preocupación por asegurar la continuidad del régimen frente al descrédito creciente que sufre.  Para esa labor confían en un sucesor que, por cierto, no ha tardado en proclamar su firme intención de defender a “nuestra querida España: una nación, una comunidad social y política unida y diversa que hunde sus raíces en una historia milenaria”. Si con declaraciones como ésta pretende cerrar la puerta a la convocatoria de la consulta catalana del 9 de  noviembre, tampoco parece que esté en sus manos la solución de la crisis del bipartidismo ni, sobre todo, de las consecuencias tan destructivas del brutal austericidio que siguen dictando la troika y Merkel.

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Más allá de una imagen más “moderna”, poco cabe esperar de alguien que, además, seguirá tan interesado como su padre en hacer “olvidar” sus orígenes y, por tanto, en oponerse a la exigencia de “verdad, justicia y reparación”  por los crímenes del franquismo.

Episodios de censura como la retirada de la imprenta de la última edición de El Jueves, porque en su portada “retrataba” al rey Juan Carlos colocando una corona sucia y hedionda en la cabeza  de su hijo Felipe, o la exigencia en el diario El Mundo de supresión de referencias a la amiga del rey, Corinna zu Sayn-Wittgenstein, resultan más que significativas de la voluntad de limpiar a cualquier precio la imagen de la corona.

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No faltan estos días algunos análisis que reconocen ese nuevo escenario, como el de José María Lassalle, en El País del 2 de junio. En su artículo, el “segundo” de Wert, al parecer buen conocedor de la literatura politológica de moda, extiende su lectura de las recientes elecciones españolas a toda la UE para alertar frente al auge de los populismos, asimilados interesadamente con la “antipolítica”. Lasalle muestra su temor  a que la tendencia al “empate catastrófico” de aquéllos con “los partidos de la moderación y la centralidad” se resuelva “a la weimariana” o “a la boliviana”, identificando ambas con el totalitarismo. En su burdo intento de confundir, pretende ignorar que, afortunadamente, no es en nuestro caso la extrema derecha “modernizada” y xenófoba la que está canalizando la indignación que salió a la calle y ha seguido ocupando las plazas desde el 15M de 2011. Más bien, todo lo contrario: es un movimiento profundamente democratizador e incluyente de la política –y de las formas de hacerla- el que se está abriendo paso, con el derecho a decidir como eje vertebrador de las aspiraciones de una mayoría social que ya no se resigna ante discursos como los de “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades” y “no hay alternativas”.

No sorprende por eso que, ante la abdicación de Juan Carlos, la demanda de referéndum sobre la forma de Estado se esté extendiendo ahora tan rápidamente entre capas de la sociedad que hasta ahora se mantenían ajenas al imaginario republicano, demonizado por la derecha y relegado al olvido por un PSOE que, ahora sí, está entrando en una “pasokización” creciente.  Simplemente, la gente quiere decidir sobre la forma de Estado y no acepta ya coartadas, como ocurrió en la Transición, o respuestas tan antidemocráticas como la del fiscal general del Estado cuando declara que lo que no está en la Constitución no existe. La memoria de la “reforma exprés” del artículo 135 de la Constitución está demasiado cercana para olvidar que el servicio del pago de la deuda como “prioridad absoluta” no estaba en ese texto tan sacralizado y, en cambio, se impuso en pleno agosto de 2011 para satisfacer a los poderes financieros.

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Entramos así, por fin, en un cambio de época en el que la legitimidad del doble relato de la Transición y del proyecto europeo está saltando por los aires. Gracias al 15M, a la PAH, a las Mareas y, ya en el plano institucional, a Podemos, la ilusión y la sensación de empoderamiento de los y las de abajo están reforzándose día a día. Toca ahora  “mover ficha” de verdad, poniendo en jaque no solo a la monarquía sino también a un sistema corrupto, buscando formas de articulación distintas a la “vieja política”, que apunten hacia una ruptura constituyente y democratizadora en todos los planos de la política, de la economía y de la vida. Sí, llegan nuevos tiempos en los que son los de arriba, los del 1%, los que, como teme Lassalle, van por fin a “vivir peligrosamente”.

Jaime Pastor es profesor de Ciencia Política de la UNED

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