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Opinión · Otras miradas

No nos engañemos, Le Pen ya está aquí

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Miguel Urban Crespo

Miembro del consejo asesor de la revista Viento Sur

El pasado mes de julio el alcalde de Vitoria, Javier Maroto,  afirmaba que los argelinos y marroquíes vienen a Vitoria "a vivir de las ayudas sociales sin ningún interés por integrarse, y eso en sí mismo es fraude". A pesar de las múltiples criticas de los partidos de la oposición y de las organizaciones sociales de la ciudad vasca, Maroto no sólo no rectificó sus palabras sino que se reafirmó, y contó con el apoyo de su partido (PP) en Álava.  Parece que el edil popular sigue los pasos de su compañero Xavier García Albiol, que fue el primer alcalde juzgado por su discurso xenófobo,  por haber afirmado que "los rumanos son una plaga y suponen una lacra para la ciudad" y que "el colectivo rumano gitano ha venido a esta ciudad a delinquir y a robar". Unas declaraciones que no sólo no le pasaron factura sino que le auparon a la alcaldía de Badalona, tradicional feudo del PSC.

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Siguiendo esta línea, cada vez son más los cargos públicos que se suman ala banalización de los prejuicios xenófobos. Prejuicios que, a la postre, permean en el debate político y, más grave aún, son parcialmente asumidos por los partidos mayoritarios en una carrera desesperada por ocupar el espacio político que en Europa está representado por la ultraderecha.

Pero mientras los políticos del régimen se empeñan en emular la retórica 'lepenista', los medios de comunicación llevan a los salones de los hogares el 'problema' de la inseguridad ciudadana que genera la “invasión” o los “asaltos”  de los migrantes subsaharianos. Esta gramática pseudo-belicista y de exclusión genera el caldo de cultivo perfecto para una retórica punitiva que aborda la inmigración como un “problema”, sobre la que se plantean soluciones represivas: vallas más altas, alambres de espino más punzante, devoluciones irregulares en “caliente”, más policía…

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En este sentido, las leyes de extranjería en las últimas décadas han tratado de modificar la imagen pública de los migrantes, presentándola como un “problema” y generando, de esta forma, un marco político y discursivo para su criminalización. Estas normativas han desempeñado un papel fundamental en la difusión de un estereotipo negativo del emigrante sobre el que se han ido asentando y activando todo tipo de prejuicios y aparatos retóricos de marcado carácter xenófobo.

La degradación de la seguridad jurídica y policial, organizada con el objetivo de expulsar al emigrante, genera como primera consecuencia directa la pérdida no sólo de un conjunto de derechos en particular, sino el propio derecho a tener derechos. Lo que lleva también, como segundo resultado, a producir una mano de obra fácilmente explotable desde el punto de vista económico. Una mano de obra que el propio Estado ha convertido en vulnerable.

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Hay que recordar, a este respecto, que los inicios de la xenofobia política se marcaron como objetivo básico situar esta frontera entre aquellos que deben ser protegidos y aquellos otros (no) ciudadanos que pueden, o mejor, deben ser excluidos de tal protección. Una operación de exclusión, por tanto, con una evidente matriz también económica. Esta exclusión (de facto y de iure) genera, precisamente, el caldo de cultivo perfecto para la xenofobia política, definida mediante esta operación de exclusión que favorece una competencia entre autóctonos y foráneos en el esfuerzo por conseguir un recurso escaso: el trabajo.

Más de 20.000 cadáveres de inmigrantes muertos en los desiertos, en las vallas fronterizas, o náufragos de pateras en las costas de Andalucía y Canarias en los últimos 20 años. Esto supone una media de 2,28 inmigrantes muertos al día, a los que hay que sumar los desaparecidos cuyo número se desconoce, que son la expresión más terrible y dramática de esta otra forma de racismo. Son las víctimas de la  xenofobia institucional, de un racismo de guante blanco, anónimo, legal, poco visible pero constante. En este sentido, es difícil separar racismo y políticas de inmigración ya que, aunque no son exactamente lo mismo, la mayoría de las veces aparecen entrelazadas y como coartadas necesarias. Incluso el control de nuestras fronteras contra la supuesta “invasión” del migrante se ha convertido en el lucrativo negocio de la xenofobia.

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De esta forma, ante un electorado rodeado de inseguridades vitales derivadas de la precarización del mercado laboral y el shock de las políticas de austeridad y ajuste neoliberales, la casta política compite por ofrecer soluciones a base de mano dura contra toda aquella persona identificada como un obstáculo a la buena marcha de la sociedad y de la economía. Es la construcción simbólica (y material) de los migrantes como chivo expiatorio. Esto genera una sutil pero progresiva transformación de los problemas sociales en asuntos individuales, justificando la transferencia de responsabilidades del ámbito de los servicios sociales a la política criminal.

El problema no son solo aquellos políticos que azuzan los temores xenófobos de una parte de la población (preocupación ciudadana, por cierto minoritaria,  según los datos que ofrecen las encuestas del CIS). Lo peor es que estas declaraciones de determinados políticos del régimen son también, y por desgracia, el síntoma  de un sistema enfermo que prefiere refugiarse en la infructuosa fortificación comunitaria.

España no necesita que nadie ocupe el espacio político de “Le Pen”, ese espectro electoral ya está conformado en los partidos del régimen. Lo verdaderamente necesario es un movimiento político que afronte el reto de globalizar la solidaridad y de una vez por todas defender y respetar los derechos humanos, así como la dignidad de todas las personas.

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