Opinión · Otras miradas
Momento Dunquerque: trastienda económica y política de una pandemia
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Finales de mayo de 1940, Dunquerque, Francia. Comienza la Operación Dinamo, la evacuación de más de 300000 soldados británicos, belgas y franceses a través del Canal de la Mancha hacia las costas inglesas. El ejército de la Alemania Nazi había conseguido un éxito arrollador en su ataque a Francia con un plan llamado “Golpe de Hoz”, una estrategia que nadie esperaba, la de atravesar el tupido bosque de las Ardenas con los panzer para lograr envolver por la retaguardia a los ejércitos aliados occidentales. La situación se volvió desesperada, las trincheras habían pasado a la historia y los nazis parecían tener todo a su favor. En Dunquerque los aliados perdieron 20 destructores, todo el armamento pesado, 100 tanques, 177 aviones y 35000 soldados fueron hechos prisioneros. París estaba desprotegida y al alcance de los alemanes, Francia fue rendida a traición un mes después. Pero en aquella operación, en la que no sólo participaron navíos militares, sino embarcaciones pesqueras y de recreo, prácticamente todo cacharro flotante que había en Gran Bretaña, se consiguió no perder la guerra. Quedaban cinco duros años por delante. Pero quedaba también la posibilidad de la victoria.
España está viviendo su Dunquerque particular. Es innegable que el coronavirus nos ha golpeado con una magnitud y velocidad estremecedoras. En el momento en que se escriben estas líneas rozamos los 30000 casos registrados y superamos los 1700 fallecidos. La pregunta, llegados a este punto, es pertinente, ¿Es cierto que el Gobierno podía haber actuado de forma más rápida y enérgica? Es cierto, tanto como que este Gobierno ha sido el que ha actuado de forma más rápida y enérgica de toda la Unión Europea. Aún estos últimos días hemos visto imágenes de calles alemanas y francesas con más gente de la que sería recomendable. Mejor ni nombrar la situación del Reino Unido, con una derecha tory que ha empezado a tomar algunas medidas cuando se conoció un informe del Imperial College que estimaba que el plan de Boris Johnson de dejar libre al virus provocaría cientos de miles de fallecidos. Eugenesia neoliberal pura y dura.
Cuando a mitad de febrero se suspendió el Mobile en Barcelona todo fueron críticas a la decisión. La prensa, también la de derechas, hablaba del coronavirus con levedad y lejanía. Asumamos por otro lado que cuando se suspendieron las Fallas el día 11 aún hubo protestas entre los convocantes. La Liga de fútbol se suspendió el día 12, después de que se jugara algún partido a puerta cerrada y los aficionados se congregaran por miles para recibir a los equipos. La Semana Santa sevillana se suspendió oficialmente el 14 de marzo, ya con el anuncio del estado de alarma. ¿Qué hubiera pasado si el Gobierno hubiera declarado el confinamiento el día 1 de marzo con 84 casos, hubiera hablado Casado de social comunismo liberticida? ¿Y el día 4 con 222 casos, Torra hubiera declarado que el españolismo aplicaba un 155 encubierto? ¿Y el día 8 con 673 casos, el famoso día de la manifestación feminista donde participaron todos los partidos a excepción de Vox, que se montó su propio festejo masivo en Vistalegre?
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La decisión de decretar el estado de alarma, como así recogió la prensa, no fue una decisión unánime en el Consejo de Ministros. La parte económica del Gabinete, María Jesús Montero y Nadia Calviño, Hacienda y Economía, querían retrasar la medida, mientras que Iglesias, Ábalos, Illa o Yolanda Díaz presionaron para que la alarma se hubiera implementado antes. Este juego de posiciones se ha mantenido, y se mantiene, en todas aquellas acciones de peso que el Ejecutivo ha tomado. Y aquí encontramos la explicación definitiva a la cuestión de la celeridad. No se trata de que este Gobierno o sus pares de los países de la UE hayan actuado con lentitud por impericia, sino porque decidieron contener la enfermedad con medidas de seguimiento que afectaran lo menos posible a la actividad económica.
La economía capitalista es una máquina de tren que necesita de un constante alimento de la caldera, confinar a un país es parar esa caldera, una que puede costar mucho volver a encender. La pregunta que deberíamos hacernos es si una locomotora que nos hace elegir entre nuestra salud y la actividad económica es una buena manera de impulsarnos. La pregunta, de hecho, está ahí desde siempre, sólo que no queríamos verla. Antes del virus, en la normalidad, teníamos un mercado de la vivienda desbocado, una tendencia hacia la precarización laboral, unos servicios públicos en retroceso y un ocio enfocado al consumo. Cada vez que alguien protestaba por alguna de estos problemas la respuesta era la misma: la economía. Extraña normalidad esta.
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La economía es simplemente una actividad humana que debería estar al servicio de las personas, no un dios ebrio, caprichoso y arbitrario pensado para el bienestar de unos pocos. Cuando Sánchez insiste en que el confinamiento es el más duro del mundo (por detrás de China) dice la verdad, pero obvia que aún quedan en funcionamiento sectores de la producción porque no se puede, en nuestro contexto, parar la máquina del todo. Al Gobierno le tocaría explicarlo sin tapujos, a todos empezar a asumir que hay que cambiar nuestra locomotora si no queremos vernos expuestos a estas amenazas. Que China haya podido contener a la enfermedad tiene que ver con la capacidad coercitiva de su Gobierno, pero mucho más con que la economía está bajo control estatal. Corea del Sur actuó rápido realizando gran cantidad de pruebas, entre otras cosas porque cuenta con un Estado preparado desde hace más de medio siglo para afrontar una guerra nuclear con su vecino del norte.
De hecho, la pandemia del coronavirus está demostrando la naturaleza inducida de la crisis de deuda del 2011. Si el inicio de la crisis económica del 2008 fue el de la explosión de la burbuja especulativa de la vivienda, el segundo asalto llegó cuando eso llamado mercados decidió hacerse de oro con la deuda soberana de los países de la periferia europea. Se asume que si los países gastan más dinero público tienen más necesidad de financiarse. Esa financiación se realiza vendiendo deuda pública en los mercados internacionales. Las agencias de calificación, norteamericanas, bajaron la nota de esa deuda, lo que permitió a los bancos de inversión especulativa, la mayoría norteamericanos, realizar una serie de operaciones que les reportaron enormes beneficios. Para contentar a los mercados se propusieron recortes en el gasto público, algo que no tuvo efecto porque el juego era otro. Apretar hasta que el BCE, al mando de Draghi en 2012, se decidió a intervenir para frenar una sangría especulativa que amenazaba al propio euro y a los bancos alemanes.
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Esta vez todo va más rápido, entre otras cosas porque el virus va a golpear a Estados Unidos y el Reino Unido, centros del poder financiero, tanto o más que a nosotros. También porque la Unión Europea, fuera de su faceta monetaria, se ha demostrado inane ante la pandemia. ¿Si fueron tan rápidos para mandar a sus hombres de negro, cómo no lo han sido de la misma forma para distribuir entre sus miembros equitativamente el material médico? La mera pregunta, la obvia respuesta, provoca que nadie se atreva a contradecir a los países que necesitan gastar dinero público para luchar contra el covid y sus consecuencias económicas. Ursula Von der Leyen, la presidenta del Gobierno de la UE, al suspender la norma del techo de gasto este pasado viernes provocó un punto de inflexión que acaba con la década del austericidio. El vicepresidente Iglesias calificó en redes el hecho de histórico y expresó que “todos los recursos, todo el poder al servicio de lo común”. Cuando el presidente Sánchez en su comparecencia del sábado dijo que “defendemos cosas tan lógicas que costaría mucho que la UE no asumiera”, lo que estaba mandando era un mensaje a Alemania para que aceptara que la deuda pública sea soportada en común por la UE. Tsipras y Varoufakis nos miran desde el pasado reciente con cara de circunstancias.
Además, hay un tercer factor en la ecuación, China. Su diplomacia se ha movido de forma efectiva frente a un Estados Unidos comandado por un Trump que ha pasado de minusvalorar la amenaza a fomentar el aislacionismo y la xenofobia contra China. Los orientales tienen sus intereses, tanto como los rusos los tenían en la guerra de Siria. Sin embargo, gracias a Putin se consiguió derrotar el ISIS y gracias a Xi Jinping varios países europeos cuentan con ayuda y material médico. Pónganles ustedes los apellidos que quieran, pero nuestro mundo funciona por resultados, no por valores, que es justo de lo que Wall Street se ha vanagloriado por décadas. La diferencia es que ahora nos ponemos exquisitos porque son otros los que empiezan a tomar el timón.
España se acogió a la disciplina de la UE, a diferencia de Italia, para rechazar el proyecto comercial de La Franja y la Ruta, China ha sido igual de generosa con ambos países. La Unión Europea, golpeada por el Brexit, pero también liberada del Reino Unido, sabe que la elección entre su tradicional tutor norteamericano, que le ha dado la espalda, o el eje sino-ruso que le tiende la mano, es clave para su supervivencia. China nunca ha sido un país expansionista al estilo anglosajón, con un extenso historial desde el Imperio Británico de invasiones y colonias, sino que entiende el comercio, el beneficio mutuo con contrapartidas, como la forma de aumentar su influencia. Que pregunten en África a ver qué opinan.
La economía capitalista, a nivel mundial, europeo y nacional, ha estado estrechamente ligada a la expansión incontrolada del virus, pero también su modulación es el factor que diferencia a los que ven el futuro inmediato como algo diferente o los que pugnan para que todo siga como hasta ahora. Esta inestable correlación de fuerzas, este cambiante mapa de la batalla se expresa en las tensiones que existen dentro del Gobierno en la gestión de la pandemia. Hay una parte del ejecutivo que clama por una intervención del alquiler, por ampliar las coberturas frente a los despidos, por cerrar empresas cuya actividad no es estratégica. ¿Cuál es la razón para que este conflicto se libre en voz tan baja? En primer lugar, la lealtad en un momento tan complicado como este. En segundo el no quebrar la unidad al saber que existe una operación para romper el pacto entre el PSOE y UP.
La operación, ya en marcha, consiste en buscar un Gobierno de unidad nacional que incluya al PP y Ciudadanos y que desaloje a Unidas Podemos del Ejecutivo. Mientras que los sectores ultras, con Vox como cabecilla y aventureras como Ayuso, machacan al Gobierno con todo tipo de bulos y mezquindades, los sectores mediáticos, económicos y políticos de la derecha más inteligente, aflojan el pie del acelerador. Saben que por un lado la población, afín o contraria a Sánchez, tampoco admite que no se arrime el hombro. Pero saben que bajo ese precepto podría ser posible un movimiento táctico que les permita romper lo que se consiguió tras dos elecciones y una investidura pendiente de un hilo hasta el último minuto. La lectura es la siguiente: la salida a la crisis del coronavirus debe ser también la salida a la crisis de régimen. Para el poder económico y financiero que Unidas Podemos ocupe carteras ministeriales es una anomalía a corregir. Aunque esta no su única preocupación.
El sindicalismo está siendo uno de los actores fundamentales en esta primera semana de estado de alarma. Se han movilizado todos los recursos para asesorar a los afectados por los despidos o la regulación temporal de empleo, pero también se ha mantenido un contacto estrecho con el ministerio de Trabajo para que las consecuencias sean lo menos gravosas para los empleados. Una campaña lanzada por CCOO este fin de semana transmitía que “es ahora cuando podemos mirarnos a los ojos y reconocernos con claridad: Somos los que con nuestro trabajo sostenemos el país". La clase trabajadora, vilipendiada e invisibilizada, reclama su papel fundamental en la sociedad.
De hecho, hoy lunes, SEAT va a empezar a fabricar dos tipos de mascarillas para los sanitarios y trabaja en un modelo de respirador eléctrico. Tanto el diseño como la producción, aunque han involucrado a la dirección de la empresa, han partido de abajo, con un destacado papel de los sindicatos en la coordinación de las iniciativas que se aportan desde las plantillas de diferentes empresas. El acontecimiento es de relevancia, no sólo por lo que puede suponer para la mejoría de las condiciones de trabajo de los sanitarios y demás cuerpos públicos como nuestros policías y militares, sino porque los trabajadores están participando en la organización de la producción.
Si en la campaña electoral de noviembre se hablaba de rebajas fiscales y mejoras en el crédito, cinco meses después el propio presidente del Gobierno ha expresado este mismo sábado la necesidad de recuperar la soberanía industrial, que la globalización prometió innecesaria pero que hoy se está mostrando, literalmente, vital. Muchas de las medidas que el Gobierno ha intentado llevar a cabo esta última semana se han encontrado con enormes dificultades por la debilidad de un Estado que ha sido reducido notablemente estas últimas décadas. No son sólo los recortes en sanidad, sino que la SEPI cuenta hoy con menos empresas públicas y participación que nunca, especialmente en el sector industrial. Y esto, cuando hay que autoabastecerse, dirigir la distribución, en definitiva y dicho sin comillas, planificar la economía, resulta fatal.
Recuerden, nuestro presente es Dunquerque. Hemos perdido la primera batalla y estamos pagando un alto precio. La abnegada labor de los sanitarios en unas condiciones imposibles, la decidida actitud de miles de trabajadoras y trabajadores de la limpieza, del transporte, del sector primario, de la alimentación y de millones de personas que responsablemente están siguiendo el confinamiento, nos puede dar una posibilidad de rescatar de la enfermedad a muchos de los nuestros. Si existe un mañana es gracias a ellos.
El papel decisivo de la clase trabajadora, lo público, el Estado, la existencia de una sociedad que había sido negada por los neoliberales, es condición no sólo para que la crisis económica no la paguen los mismos de siempre sino, sobre todo en estos momentos, para que podamos ganar la guerra contra el coronavirus. Y para eso el Gobierno debe decidir ya entre los que anticipan lo nuevo que puede llegar o los que quieren volver a la normalidad que nos trajo hasta aquí, esa donde el desarrollo de la economía entra en conflicto con la vida.
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