Opinión · Otras miradas
Agarrado a un clavo ardiendo
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Una de las pocas cosas buenas que nos ha traído la PDC (Pandemia De los Cojones) es que he recuperado viejas fotos del año catapún. Dispongo ahora de mucho tiempo libre y a veces lo lleno ordenando cajones y estanterías, de donde están saliendo hasta cocodrilos en lata. Contratos antiguos en pesetas, de cuando militaba en Radio El País. Mi viejo carnet de la Federación Española de Billar, con unas gafas de pasta que no se las he visto ni a Ramón Tamames. O fotos de la época de Lo + Plus, de hace veinte años, en las que aparezco con unos bigudíes de abuela en la cabeza. No tengo ni idea de para qué me las hice, ni de dónde salieron publicadas. Lo cual es comprensible, porque en aquella época me disfrazaba más que Mortadelo. Pero me arrancan una sonrisa porque los seis años copresentando con el abuelo Schwartz fueron una buena época. Y eso a pesar de que llegamos a entrevistar a Arturo Pérez-Reverte. Y a José Bono. ¡Y hasta al Profesor Moriarty de la derecha: Federico Trillo!
También reaparecen estos días amigos de la infancia, con los que ahora chateo casi todos los días. Viejos amigos del colegio, con los que había perdido todo contacto. Y lo que nos vuelve a unir, supongo, es el humor. Nada une tanto en la vida como haberte reído al mismo tiempo con las mismas cosas. Que se lo pregunten a Javier Pradera, por ejemplo, cuya amistad incondicional con el magistrado Clemente Auger se fraguó en una extemporánea carcajada al alimón. Fue en primero de carrera. Les había tocado, en Derecho Natural, José María Ruiz–Gallardón, padre del inefable Albertito. El primer día de clase, el cátedro, muy solemne, se santiguó antes de empezar a hablar. El aula contuvo el aliento en respetuoso silencio. Salvo Auger y Pradera, que estallaron en una irreverente carcajada. Expulsados los dos de clase. Y desde ese momento, amigos para siempre.
Con Enrique, excompañero del Liceo Italiano, con el que hoy hablo más que con mi pareja, me corrí varias juergas de adolescente. Garbeos en coche sin carnet de conducir por el Madrid de los primeros 70. Por el puro placer del ¿a que no nos cogen? Partidas de póker caseras con las cartas marcadas. Hoy nos intercambiamos por whatsapp bromas y memes en italiano, pero también informaciones que aparecen en La Stampa o en el Corriere della Sera. Me las leo todas, porque contra lo que pudiera parecer, en Italia hay virólogos cojonudos. Han padecido ya tanto por la PDC que hasta los tertulianos de la tele saben ya tanto del coronavirus como algunos científicos españoles.
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De las bromas y noticias chuscas, me quedo con un listillo de Rimini (donde nació Federico Fellini) que le colocó un vendaje falso a su perro para poder decir en todo momento a los carabinieri que venía del veterinario. El sinvergüenza había elegido una sangre tan poco creíble que la policía lo trincó en un control, le cascó una multa de 533€ y le abrió atestado por mentir a la autoridad.
Hablamos de la picaresca española, pero los italianos nos dan mil vueltas. En los zapatos (siempre los llevan más limpios y molones que nosotros) y en la engañifa. Ellos inventaron hace lustros el telefonino falso. En un tiempo en que tener móvil era todavía un signo de modernidad, muchos llevaban una carcasa vacía, para poder presumir de geeks en las terrazas y en los semáforos. Y cuando el cinturón de seguridad se convirtió en obligatorio, al día siguiente, en Nápoles, ya vendían camisetas con el cinturón pintado para burlar a los carabinieri.
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De las noticias serias, me he agarrado como a un clavo ardiendo a la de la vacuna israelí. La Stampa publicó hace pocos días una entrevista con el vicepresidente de un laboratorio de investigación llamado Migal radicado en Galilea. Tendría gracia que la vacuna milagro nos llegara de Tierra Santa. Los israelíes encontraron hace cuatro años una vacuna eficaz contra un coronavirus que afecta a los pollos. Y la están adaptando a los humanos. El tipo decía que si funciona, estará lista en pocos meses y será más segura que cualquiera que hayamos conocido hasta ahora. Primero, porque se administra por vía oral. En gotitas sublinguales. Segundo, porque es cien por cien sintética. Nada de maridar un virus chungo con uno de laboratorio usando un huevo de gallina. Todo artificial cien por cien, como la sonrisa de Carmen Lomana.
Os digo una cosa: a mí no me hace falta que la vacuna sea perfecta. Vamos, que si gracias a ella, dentro de un mes puedo ya salir a morfarme una pizza en mi calabrés favorito, no me importaría pasar el resto de mi vida cacareando como el Gallo Claudio.
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¡Có, có, cocoricó!
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