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Opinión · Otras miradas

¿Luto de derechas o luto de izquierdas?

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Un banco en el Cementerio del Sur de Madrid. E.P./ Óscar J.Barroso

Tengo una amiga que ha perdido a su padre por la covid. Se llamaba José Luis Martín Sánchez, vivía en Ávila, tenía 76 años y le tocó un médico sensible. Le puso el respirador el último día y llamó a la familia. A mi amiga le gustaron las explicaciones de este doctor que compartió con ella su impotencia y que la abrazó, sin tocarla, con sus halagos a la fuerza y al carácter de este paciente, que tuvo paciencia hasta el final.

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Don José Luis empezó a encontrarse mal a principios de marzo. Llamó al teléfono que había para eso y le dijeron que tenía gripe y que se quedara en casa. Unos días más tarde, como la fiebre no bajaba, se decidió a ir a su centro de salud. Allí le cambiaron el tratamiento y le mandaron de vuelta con una receta de antibióticos. Como con aquello tampoco mejoraba, volvió a llamar, con 39 de fiebre, y le dijeron que cogiera su coche y volviera al centro médico. No tuvo fuerzas y consiguió que viniera a buscarle una ambulancia. Habían pasado quince días desde que empezó a tener síntomas y a buscar ayuda médica. Se fue con su bolsito con una muda (por si acaso).  Esa fue la imagen que quedó para los suyos, que ya no le vieron más.

Ingresó en el Hospital Nuestra Señora de Sonsoles de Ávila el 19 de marzo a las 6 de la tarde. Estuvo esperando sentado en una silla, tiritando por la fiebre, hasta las 3 de la mañana, cuando le dieron una cama sin hacerle ninguna prueba ni darle explicaciones.

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Lo sabemos porque Don José Luis se lo iba contando a la familia por su móvil, que fue lo que más le acompañó hasta el final. Cada vez tenía más dificultades para respirar y, por lo tanto, para hablar con los suyos. Los últimos días se escribían más de lo que se hablaban.

El 24 de marzo, a las 7 de la mañana, cinco días después de ingresar, veinte después de empezar a encontrarse enfermó, murió de parada cardíaca, según el informe médico. La noche anterior le habían puesto un respirador que no le devolvió la fuerza a sus pulmones.

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Mi amiga le estuvo escribiendo esa misma noche y en un determinado momento él dejó de leer sus mensajes y a mi amiga se le rompió el alma por dentro.

Se enteró de que a su padre lo ingresaban por covid viviendo lejos y aquellas cinco noches no pudo dormir pensando en la distancia insalvable y en el aire que respiramos o no. Ya planeaba volar hacia él como fuera, cuando se fue. Mi amiga tuvo que viajar sola, con la noticia confirmada, desde la isla en la que vive;  no dejaron embarcar a su marido con ella, porque no es familia directa del fallecido.

Al entierro, al día siguiente, solo pudieron ir tres personas, cada uno en un coche. Su madre, su hermano y ella fueron en tres taxis a un entierro de tres minutos ejecutado por señores con trajes de astronauta. Aquellos extraños les dieron una bolsa de plástico con sus pertenencias.

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Mi amiga, tras el entierro, se armó de valor y la abrió. Solo estaba su ropa. Llamó al hospital para reclamar su cartera, su teléfono, su reloj, su medalla… Esas cosas. Le dijeron que todavía no había un protocolo para eso, que volviera a llamar más adelante. La semana siguiente volvió a hacerlo y, pasada la cuarentena, le dieron lo que faltaba y le advirtieron de que nunca le darían su ropa porque era lo más peligroso.

Mi amiga había estado abrazada a aquellas prendas.

El mismo día en que murió su padre, mi amiga recibió un mail que le animaba a presentar una querella criminal contra el Gobierno. Lo firmaba José Ignacio Sánchez Rubio, presidente del partido DLE (Derecha Liberal Española) y antiguo militante del PP y candidato de VOX.  Mi amiga lo borró sin leerlo entero, ni pinchar en el enlace que incluía, porque le dio asco. El mismo asco que le da cada vez que le dan el pésame por la calle. “En menos de un minuto sabes a quién han votado”, me cuenta.

Los de derechas le dicen: son unos sinvergüenzas y unos inútiles, ni luto de Estado, este Gobierno no se comunica con nadie, hablan de libertad cuando son unos dictadores, parece mentira que sigamos aplaudiendo, más caceroladas y para cuándo las dimisiones.

Los de izquierdas, que si es una pandemia incontrolable, que nadie lo hubiera gestionado mejor, que por lo menos estamos informados en todo momento, que no entienden las caceroladas y que si los sanitarios están pasándolo mal es por lo que la derecha hizo antes.

Castilla y León está gobernada por el PP desde el ‘87. Aznar fue quién inauguró ese plaza para el partido. Ávila también ha sido regida por la derecha desde siempre. España está gobernada por el PSOE con Unidas Podemos desde el 7 de enero de 2020. Y a mi amiga, que es consciente de todo eso, ninguna de estas cosas le importan nada en estos momentos.

“Me dan el pésame pero solo hablan ellos”, me dice y, mientras, mi amiga les ruega por dentro “no me alimenten el odio, ni la venganza”. “¿No pueden empatizar con mi dolor sin más?”, me pregunta. ¿No pueden acompañarme en mi homenaje a quien se ha ido, sin rencor, sin malos pensamientos para nadie?, se preguntara a si misma.

Escuchándola he pensado que deben ser muchos más los que estén sufriendo del luto bipolar en las familias de nuestros 25.000 muertos; miles y miles de personas que tienen derecho a un luto en paz, sin que se las utilice. Conviene reflexionar sobre cómo se acrecienta su dolor con la batalla política y sobre cómo es posible que haya habido pactos de estado con mil víctimas que lamentar y que no lo haya, ni se le espere, con 25 veces más. ¿Qué clase de políticos son estos? ¿Qué momento infame estamos viviendo?

A mi amiga, ahora, le interesa muy poco cómo vaya a ser el desconfinamiento, ni quién gane las siguientes elecciones, ni el mañana, ni el pasado. Solo quiere llorar a su padre y que se respete su llanto y no cree que doscientos muertos sean pocos. A mi amiga le da miedo salir a la calle y le escandaliza que se diga que lo malo ya pasó.

En el vuelo de vuelta a su casa, mi amiga abrió la carta que su padre le había dejado. Su legado es pedirle que viva en paz y que cuide de los suyos.

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