Opinión · Otras miradas
La necesidad de una nueva fiscalidad: el por qué y el para qué de un impuesto a la riqueza
Economista. Equipo económico de Podemos
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La pandemia no sólo está teniendo efectos dramáticos sobre nuestra salud y sobre el sistema sanitario de todos los países del planeta, también está obligando a prestar más atención a los problemas estructurales y a las debilidades a nivel económico, productivo y social de cada uno de ellos. Por esto no sólo nos impone la urgencia de buscar soluciones a la emergencia, también nos obliga a plantear cambio estructurales que vayan mucho más allá del aquí y el ahora.
En un contexto como este, en el que se abre otra vez un debate académico y político sobre el papel que el Estado debe tener en la economía, así como un creciente cuestionamiento de los dogmas y los tabúes neoliberales y de la ideología de la austeridad, en España se empieza a dar un amplio consenso sobre la necesidad de plantear una profunda reforma del actual modelo tributario, destinado a mejorar la progresividad y a fortalecer la capacidad de recaudación de las arcas públicas. Sería un error, en nuestra opinión, limitar este debate a lo contingente y vincularlo a las políticas de reconstrucción, ya que precisamente el origen del problema radica en la limitada capacidad recaudatoria de nuestro sistema fiscal.
En la última década hemos asistido a una cronificación de nuestra brecha recaudatoria con respecto a Europa. SI usamos como referencia los últimos datos disponibles del 2019 podemos ver cómo el peso de los ingresos sobre el PIB en España es 7,4 puntos porcentuales menor que el de la media del conjunto de los países de nuestro entorno, quedándose por debajo del 40% (fuente AMECO). Además, si sólo consideramos el período 2017-2019 el peso de los ingresos sobre el PIB nominal se ha reducido en casi tres puntos porcentuales.
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A esta debilidad general hay que sumar una importante regresión de nuestro sistema fiscal, particularmente a lo largo de la última década, con tres elementos clave. El primero, un aumento sustancial del peso de los impuestos indirectos sobre el conjunto de la recaudación. El segundo, la reducida capacidad recaudatoria sobre los beneficios empresariales por parte del Impuesto de Sociedades, cuyo diseño favorece a las grandes empresas que pagan un tipo efectivo muy inferior al de las pequeñas y medianas. Y tercero, la desaparición parcial de los impuestos directos sobre el patrimonio y las herencias. En el caso del impuesto de sucesiones, la ausencia de un suelo de tributación ha favorecido una carrera a la baja entre comunidades autónomas (capitaneada por la comunidad de Madrid, que se beneficie del efecto de capitalidad) que ha hecho desaparecer, en la práctica, el impuesto en la mayoría de territorios. En el caso del Impuesto sobre patrimonio, además, sus bonificaciones por un lado reducen enormemente su capacidad recaudatoria y por el otro lo hacen un tributo profundamente regresivo.
Como resultado obtenemos un modelo fiscal injusto y nada progresivo, en el que la carga fiscal es mayor sobre las rentas del trabajo y sobre el consumo, mientras que los grandes beneficios y los grandes patrimonios se libran de contribuir correctamente a lo común. En nuestro opinión, a esto hay que añadir otro hecho relevante: nuestra hacienda pública es particularmente dependiente del ciclo económico y de los vaivenes del mercado laboral, que a su vez, depende de un sistema productivo a la merced de los factores exógenos y estacionales.
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En definitiva, el sistema tributario español no sólo es débil en términos de capacidad recaudatoria, también es incapaz de cumplir con su finalidad redistributiva, como queda reflejado en el aumento de la desigualdad, en los indicadores de concentración de la riqueza y en la misma estructura salarial del país: las rentas del percentil más alto han aumentado un 10% en una década (dos puntos más que la media), mientras las del percentil más bajo se han reducido en un 3’6% durante el mismo período.
Este diagnóstico inicial debería servir para concluir que no tiene sentido plantear el debate en los términos de “bajadas” o “subidas” generalizadas de este o aquel impuesto. Lo importante es centrarse en el quién, el cuánto y el para qué de las reformas fiscales que necesitamos, aprovechando las figuras tributarias ya existentes y la implementación de otras nuevas, con un objetivo recaudatorio y redistributivo. Es por eso que la propuesta de un impuesto sobre la riqueza planteado por Unidas Podemos, presentado en el seno de la Comisión sobre la reconstrucción, constituida recientemente, ha de valorarse positivamente y debe ser considerada como una medida estructural, en línea con cuanto se está ya planteando, por ejemplo, con el Ingreso Mínimo Vital.
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Dejando de lado las cuestiones más técnicas sobre el impuesto (suelo de tributación, tramos, bonificaciones, etc.), la propuesta tiene varios objetivos: Primero, aumentar la progresividad del sistema, sustituyendo el actual impuesto sobre patrimonio, excluyendo sus bonificaciones y planteando varios tramos impositivos según la consistencia del mismo; segundo, fortalecer la capacidad recaudatoria de nuestro sistema; tercero, reducir la dependencia de nuestra capacidad recaudatoria de los ciclos económicos.
Más allá de las críticas caricaturescas de los neoliberales (conversos o de rancio abolengo), esto no es una ocurrencia. Un impuesto de este tipo ya se han planteado desde diferentes ámbitos académicos (por ejemplo, en los trabajos de Piketty y Zucman) y el debate está a la orden del día en países como Estados Unidos, Francia, Reino Unido, Portugal o Italia. Rechazar un impuesto así porque “golpea a la clase media” es, directamente, una tomadura de pelo, ya que el espacio recaudatorio se concentra en menos del 1% de los y las contribuyentes con mayor patrimonio. Por otra parte, otras medidas alternativas planteadas desde otros foros, como la subida del IVA, revisando al alza sus tipos impositivos, sí que afectarían directa y negativamente a la mayoría de la ciudadanía, que ya soporta gran parte de la carga fiscal española.
El debate sobre la fiscalidad es esencial para que podamos definir el proyecto de país y de comunidad que presentan cada una de las fuerzas políticas que aspiran a gobernar. Es evidente que, en estos momentos, valerse exclusivamente de los instrumentos fiscales que tenemos disponibles no basta si queremos garantizar el acceso universal a los derechos básicos, así como dotarnos de un estado social que pueda cumplir con esta finalidad.
Un impuesto sobre la riqueza es una primera herramienta útil para equilibrar la balanza a favor de la mayoría social. Pero no es sólo importante por esto, ya que su implantación permitiría abrir un debate más profundo sobre la oportunidad de hacer más cambios en el actual marco fiscal, por ejemplo con una modificación sustancial del impuesto de sociedades (imponiendo unos tipos efectivos justos para las grandes empresas y el gran capital) o con un ampliación y una reforma de los tramos superiores y de las deducciones del IRPF, mejorando así su progresividad. También es cada vez más importante buscar la solución adecuada para “atrapar” por lo menos una parte de los enormes beneficios de los Leviatanes digitales que en estos momentos consiguen eludir su responsabilidad social. En definitiva se trata de adecuar nuestro sistema fiscal a los actuales procesos de creación, concentración y acumulación de la riqueza si queremos preservar la función redistributiva de nuestro sistema fiscal.
Hay quienes se oponen a estas medidas, lo que es legítimo, pero entonces deberían aclarar cuál es su propuesta de política económica y fiscal alternativa. Si queremos fortalecer nuestro estado social, nuestro sistema de protección social y la capacidad de lo público a través de una tributación justa, creemos que no hay una alternativa real de peso. Podemos debatir lo concreto de la medida y si su concreción es la más o menos adecuada, pero es evidente que no podemos obviar el debate. Los unicornios fiscales tipo curvas de Laffer de las derechas ya se han demostrado no sólo inadecuados, si no también dañinos para la ciudadanía, porque esconden una realidad mucho más amarga: recortes, privatizaciones y desprotección social.
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