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Opinión · Otras miradas

Ataúdes de cartón para cuerpos desechables

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Manifestación en Buenos Aires demandando ayudas para los colectivos más vulnerables castigados por la pandemia del coronavirus. REUTERS/Agustin Marcarian

“Yo los he visto andar por las calles, cargando con el hijo en brazos, buscando médico, farmacia, hospital, cualquier cosa; porque ni los servicios de la asistencia pública se atrevían a meterse en esos laberintos de covachas que son los barrios. Yo también los he visto volver a casa con el hijo muerto entre los brazos para dejarlo allí sobre una mesa y salir luego a buscar un ataúd como antes buscaron médico y remedios: desesperadamente”.

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Estas palabras las escribió Eva Perón en 1951, en su autobiografía La razón de mi vida. Hablaba, por supuesto, de los pobres. Los habitantes de las villas miseria de Buenos Aires, que malviven en los márgenes sin urbanizar, sin cloacas, sin saneamiento, sin suministros básicos, y donde todavía a día de hoy siguen sin ingresar las ambulancias. Aquellos que “habitan la ciudad sin derecho a la ciudad”, en palabras de Boaventura de Sousa Santos.

Han pasado casi 70 años, pero la imagen que describe Evita es plenamente actual. La madre que sale a buscar un ataúd con la misma desesperación con que buscó antes (y en vano) atención médica, podría ser la madre de Gastón, que murió con 13 años ahogado en una fosa séptica. O Alejandra, la madre de Kevin, que murió con 9 años por una “bala perdida”. O podría ser Ramona, que acaba de morir luchando contra esta pandemia, después de que las villas de Buenos Aires hayan pasado 12 días sin agua potable en pleno pico de coronavirus.

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Dice el movimiento popular La Poderosa, en su Informe especial: “Las villas, el otro grupo de riesgo”, que “nadie se puede aislar en ayuno”. Parece de perogrullo, pero la actual crisis está demostrando que al poder hay que hablarle en estos términos, ya que tan renuente parece ser a comprender lo más elemental: “¿Cómo puede enjabonarse cada dos horas alguien que pasa una semana entera sin agua?”, preguntaban recientemente Norita Cortiñas y Adolfo Pérez Esquivel en una carta dirigida al Jefe de la Ciudad de Buenos Aires. Parecería otra obviedad, si no fuera porque el poder está alcanzando unos niveles de necedad que dan casi ganas de contarle una fábula de niños, a ver si así lo entiende. Nos valdría la de los Tres cerditos, con sus casitas de paja, madera y ladrillo. Cuando el viento sopla fuerte, ¿qué casa cae primero?

Vista del barrio bonaerense de Villa 31, con sus vecinos con mascarillas protectoras. REUTERS/Agustin Marcarian



Evidentemente la casa de paja, las chabolas de chapa, casas tan frágiles como el papel, que son las primeras en volar si el viento azota, las primeras en derrumbarse si la tierra tiembla, las primeras en propagar la enfermedad cuando un virus entra, las primeras en desmoronarse y volver a convertirse en lo que en realidad siempre fueron: escombros. Antes o después de un seísmo, antes o después de una epidemia. Infraviviendas enclenques donde los pobres se hacinan “en la imposible soledad, soledad en el tumulto, soledad en la humedad”.

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Lo vemos en cada terremoto, en cada inundación, en cada brote de enfermedades infecciosas, en tantos lugares del mundo que son puntos calientes a nivel social y también tectónico. Y lo estamos viendo ahora, de nuevo, en las calles de Guayaquil, llenas de cadáveres abandonados. La inhumanidad de sus gobernantes ha convertido a los buitres en ave urbana.

En medio de esta obscenidad global de muertes masivas, estamos viendo tumbas anónimas cavadas en los parques públicos de Nueva York, fosas comunes abriéndose rápidamente en Brasil, cadáveres envueltos en bolsas de plástico con el nombre del difunto pegado con un trozo de cinta aislante… y en Ecuador hemos visto también ataúdes de cartón. Ataúdes de cartón que no provee el Gobierno, sino que son donados por los propios cartoneros. Es decir, por los trabajadores ambulantes, los habitantes de las barriadas, los que recogen y escarban la basura, los más marginados de los extrarradios mundiales.

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Ellos son, irónicamente, los que han estado garantizando que en una ciudad como Guayaquil las familias hayan podido enterrar a sus muertos por Covid. Mientras el Estado no es capaz de suministrar ni una gota de dignidad a esos pobres “inconfinables”, que les molestan tanto de muertos como les molestaban de vivos.

Que sean precisamente los cartoneros, los chatarreros, los villeros, los excluidos del mundo, los que estén dando a sus iguales una mínima y última expresión de dignidad en la muerte; confirma dos cosas con crudeza. Una, que los cuerpos de los pobres son desechables para el mercado. Y dos, que “sólo los humildes salvarán a los humildes” (como dijo también Evita).

Aunque no les puedan salvar ya la vida.

Aunque solamente puedan darles una mísera caja de cartón para sus cuerpos descartables.

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