Opinión · Otras miradas
El totalitarismo como amenaza de la democracia
Profesor Titular de Filosofía de la Universidad de Granada
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¿Tiene sentido calificar de neofascista a la ultraderecha populista del siglo XXI? Para muchos, la respuesta positiva a este interrogante constituiría una exageración simplista y peligrosa, en tanto que no contribuiría a desarrollar una crítica certera respecto de esta nueva y censurable forma de hacer política. El neofascismo sería algo del pasado: aquel movimiento político de la segunda mitad del siglo XX que aún se basaba en la ideología fascista, insostenible en un mundo globalizado e interconectado. La caída de la dictadura de Mubarak en la primavera de 2011 constituiría una muestra de la dificultad para sostener regímenes autoritarios en el siglo XXI.
Pues bien, en las siguientes líneas quiero defender justo lo contrario: la forma de actuar de dirigentes como Trump o Bolsorano y de ejercer la oposición por parte de partidos como Vox han de ser calificadas en sentido riguroso como neofascistas; el peligro está precisamente en no entender el porqué de esta calificación. Obviamente, todo depende de una adecuada conceptualización del término “neofascismo”.
El prefijo “neo-” refiere siempre a algo respecto de lo que se mantiene fiel pero al mismo tiempo renueva. Frente a la anquilosada ortodoxia, lo “neo” está atento a la circunstancia y se adapta a ella. Por lo tanto, un neofascismo a la altura del siglo XXI debería ser capaz de usar las dinámicas de la globalización y la comunicación digital a su favor sin traicionar la esencia del fascismo. Pero entonces, ¿qué es el fascismo? Las definiciones propuestas por la historia, la sociología o la filosofía son múltiples y complejas; por ello me apoyaré en la que por su simplicidad considero que atraerá más consenso: la que fija la RAE a partir del uso que hacemos del término los castellanoparlantes. En este sentido, el fascismo es “un movimiento político y social de carácter totalitario (…) que se caracterizaba por el corporativismo y la exaltación nacionalista”. En referencia a la ultraderecha actual, no cabe duda ni de la exaltación nacionalista ni del corporativismo, que, acudiendo de nuevo a la RAE, podemos definir como la “tendencia de un grupo o sector profesional a defender a toda costa sus intereses y derechos de grupo, sin tener en cuenta ni la justicia ni las implicaciones o perjuicios que puedan causar a terceros”. Así que la única cuestión polémica queda referida a si la ultraderecha puede ser caracterizada como totalitaria. Y es aquí donde surgen las dudas, porque habitualmente, cuando nos referimos al totalitarismo, lo identificamos con la eliminación de la libertad de opinión a través de la violencia y la imposición de formas rígidas de verdad. Desde este punto de vista, parecería que la negación de los hechos y la consecuente reducción de toda afirmación a opinión propias de nuestro horizonte de posverdades, nos salvaría de cualquier tentación totalitaria. Pero es precisamente en este punto donde caemos en un peligroso error de percepción. Para entender por qué digo esto, podemos apoyarnos en un referente ineludible a la hora de comprender qué es el totalitarismo: Hannah Arendt.
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Una de las características más destacables de la filosofía de Arendt es la defensa del espacio de lo político democrático como lugar de expresión de opiniones en libertad, donde se da un juego de disenso y consenso atravesado por estrategias de persuasión y disuasión. En esta dinámica, los hechos y las verdades factuales han de quedar en un segundo plano, ya que cuando la verdad se impone, las opiniones se desvanecen. Una política construida desde la nuda verdad debería ser necesariamente antidemocrática, dando lugar a regímenes tecno-burocráticos. Pero entonces, ¿cómo calificar de neofascista la estrategia practicada por la ultraderecha de eliminación de la verdad y reducción de todo a mera opinión?
En las últimas semanas ha circulado por las redes una cita de Los orígenes del totalitarismo (1951) de la propia Arendt que nos puede ayudar a salir de este atolladero: “El sujeto ideal de un régimen totalitario no es el nazi convencido o el comunista comprometido, son las personas para quienes ha dejado de existir la distinción entre los hechos y la ficción, lo verdadero y lo falso”. A juicio de Arendt, dado que la verdad se impone por sí misma de forma despótica, el tirano verá en ella al más peligroso de sus posibles competidores. Por ello, la técnica por excelencia de los sistemas totalitarios es la manipulación máxima de los hechos y, a su través, de las opiniones. Sin duda, la radio y el cine facilitaron la tarea a los dictadores de la primera mitad del siglo XX, aunque ciertamente seguían dependiendo de la necesidad de recurrir a la violencia para destruir las verdades que se resistían a la manipulación. Tristemente, la verdad factual es muy fácil de destruir. No es, como la verdad matemática, una verdad necesaria y evidente por si misma; la verdad factual muestra un hecho que podría haber sido de otra forma; por ello depende de testigos y testimonios; de tal forma que si destruyes a estos, acabas con ella.
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Pero ahora pensemos en nuestro mundo de conexiones digitales; las posibilidades de manipulación y ocultación de los hechos crecen exponencialmente respecto al mundo de la radio y el cine del que nos hablaba Arendt. Hasta el punto de que la destrucción de la verdad testificada ya no requiere de la aniquilación o acallamiento del testigo: es suficiente con ahogar su voz en un mar de mentiras o bulos. En una dinámica perversa basada en mentiras y en nombre de una falsa libertad de opinión, las verdades factuales incómodas se convierten en opiniones con las que uno puede estar o no de acuerdo. El resultado de esta negación de la verdad factual no es la imposición de una falsa realidad (está tampoco tiene cabida), sino el más corrosivo de los cinismos.
Llegado aquí, podemos concluir que la ultraderecha es neofascista porque, además de nacionalista y corporativista, renueva y fortalece el cinismo propio del totalitarismo.
Aquí podría terminar este artículo, pero quisiera advertir de un peligro mayor: que el totalitarismo adquiera nuevas caras más allá de la que ofrece la ultraderecha; que acabe invadiendo la práctica democrática en sí misma, convirtiéndola en un juego cínico en el que los hechos carezcan de toda validez. Hay que preguntarse si en tal situación tiene sentido seguir hablando de democracia; ya que, como escribía también Arendt, “la libertad de opinión es una farsa, a menos que se garantice la información objetiva y que no estén en discusión los hechos mismos”. Ahora podemos entender por qué aunque para la filósofa alemana la política no es el lugar de la verdad, aquella sólo puede respirar en el espacio configurado por esta.
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Es difícil no responder al fortalecimiento del corporativismo neofascista con su misma estrategia de promoción de la mentira, pero si queremos proteger la democracia y evitar el surgimiento de otras formas de totalitarismo, debemos convertirnos en salvaguardas de la verdad factual más allá de nuestras propias tendencias ideológicas.
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