Opinión · Otras miradas
Un divorcio completo
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MIREN ETXEZARRETA
Catedrática emérita de Economía Aplicada de la Universidad Autónoma de Barcelona
En menos de una semana, la imagen que del Gobierno del país proporcionan los medios de comunicación ha experimentado un cambio muy significativo. De reflejar un Gobierno contra las cuerdas, acosado por los mercados y las instituciones internacionales y a punto de declarar al país en suspensión de pagos de la semana pasada (16-20 junio), nos muestran esta semana (21-25 junio) un jefe del Ejecutivo que recibe felicitaciones por doquier por la valentía de las medidas de política económica adoptadas y nos dicen que tales poderes ya no consideran a España próxima a la bancarrota. Parece que todos los intratables problemas de la semana pasada están ya en vías de solución.
La Unión Europea y sus principales poderes –el presidente del Consejo, Van Rompuy, y el de la Comisión Europea, Durão Barroso– felicitan a Rodríguez Zapatero en la cumbre de líderes europeos, y Alemania y Francia, a través de sus máximos dirigentes, apoyan las medidas del Gobierno. Lo mismo hace el presidente del Fondo Monetario Internacional (FMI) en su reciente visita a Madrid y, ¡máximo acierto!, Obama expresa a nuestro presidente “su apoyo a las medidas económicas adoptadas por el Gobierno español”.
Dentro del país, a pesar de que hubieran preferido unas medidas todavía más duras, PP, PNV y CiU se abstuvieron para que el paso de la última, por ahora, de las reformas propuestas (la reforma laboral) no tenga problemas; mientras tanto, ellos pueden seguir argumentando que no apoyan al Gobierno, como ejercicio preelectoral. Hasta el gobernador del Banco de España, en su diario ejercicio de intrusismo profesional, parece aceptar que las medidas son válidas, aunque también las hubiera preferido “más enérgicas”.
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Todos ellos son organismos públicos. Todos ellos se están refiriendo a severos programas de ajuste, a medidas que suponen el freno al crecimiento; al retraso de la recuperación económica; al aumento de pérdidas en el sector inmobiliario, bancario e industrial (efectos de las medidas de ajuste aceptados por el propio Gobierno); a la congelación de las pensiones y, muy probablemente, a una reforma de las mismas que perjudicará a los futuros pensionistas. También abogan por una disminución del gasto público que está poniendo en graves dificultades el ejercicio de la función pública en todas sus facetas y obligando a la sensible disminución del Estado del bienestar, potenciando la privatización de los servicios públicos (previsión del copago sanitario y otros); la reducción de los salarios de los funcionarios y al más que probable menoscabo de los de los demás trabajadores; el abaratamiento del despido; un grave debilitamiento de los convenios colectivos; y el deterioro de las garantías judiciales para los trabajadores, más un largo, largo, etcétera de consecuencias negativas para la mayoría de las poblaciones.
Para justificarlas, los órganos de poder y sus apoyos lo repiten por activa y por pasiva: son medidas muy dolorosas pero inevitables. Prácticamente sin otros argumentos. No hay otro remedio que aceptar estas medidas que, ya ni se molestan en negar, son impuestas por los especuladores financieros que se han dado en denominar mercados, aplaudidas por las instituciones internacionales y aceptadas y ejecutadas por dóciles
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gobiernos.
Es muy grave que esta repetida afirmación sea falsa. Hay otras muchas medidas que se pueden tomar y muchos solventes economistas se han referido a ellas. Pero no queremos ahora detenernos en este aspecto, sino en la importancia que tiene la complicidad de todos los gobiernos y de todas las instituciones internacionales, entes públicos, aceptando, corroborando, aplaudiendo y reforzando unas medidas que sólo pueden suponer, y ya están suponiendo, un gravísimo deterioro de las condiciones de vida de la mayoría de las poblaciones. Y no sólo lo están haciendo para España,
aunque nos refiramos a ellas por sernos más próximas, sino, por lo menos, para todos los países de la UE con problemas, como antes lo hicieron para los países periféricos. La inmensa mayoría de los poderes públicos mundiales –¿se exceptuarán las Naciones Unidas o saldrá también a apoyar el coro de los apologistas?– apoyan con entusiasmo las oprobiosas recetas que los mercados están exigiendo para las poblaciones de los países, exclusivamente para la obtención de mayores beneficios para los capitales financieros.
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Para quienes consideran y afirman que los poderes públicos son entes neutrales, dedicados a dirimir los problemas y conflictos entre los diversos intereses de una sociedad, esta situación plantea una posición difícil de sostener. Es evidente que estos poderes públicos están del lado de los mercados, como casi siempre en la historia. Pero ahora su posición se manifiesta con una claridad meridiana.
¿Es posible que las poblaciones observen estas posiciones y el mal que les causan y sigan creyendo, como un acto de fe cuasi religioso, en los poderes públicos de cualquier nivel? ¿Son conscientes todos estos poderes, desde el FMI hasta el menor Gobierno autonómico, de que se están mostrando y actuando según la faceta más impresentable del poder político? ¿Son conscientes de que están proporcionando la evidencia de que las instituciones políticas son entes de clase? ¿Qué tipo de credibilidad en las instituciones pueden estimular con estas opciones y actuaciones? ¿Necesitan preguntarse por las razones de la desafección de las poblaciones por la política?
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