Opinión · Otras miradas
La izquierda española ante la derrota de Trump: unas jornadas lamentables
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Mira que lo tenían fácil. No se me ocurre un acontecimiento más propicio para concitar un clima de consenso en la izquierda que la derrota de Trump. Primero por el punto y a parte a un inquietante proyecto de subversión de la democracia liberal que en esencia sería igual de injusto socialmente que el decadente neoliberalismo, pero además empapado de un autoritarismo espectacular: ausencia de derechos y representatividad maridada con gestos gilipollas de youtuber. Y segundo porque el fenómeno Trump ha conseguido soltar sus esporas por el orbe: su deceso presidencial es un duro golpe a Vox, que pierde tanto referente como horizonte. Pues ni con esas.
¿Para qué se ha aprovechado la derrota de Trump? Para montar un circo identitario, un festival de etiquetas punitivas, una feria de presupuestos falsos y obviar las grandes claves del resultado electoral en el corazón del declinante imperio. Lo cierto es que Trump ha conseguido mejor resultado que en 2016, salvo que esta vez su constante atmósfera de polarización ha movilizado aún más a sus detractores que a sus seguidores. Y observen que no hablo de votantes del partido Demócrata o seguidores de Biden, sino norteamericanos más aterrados por un segundo mandato de Trump que esperanzados por el primero del anciano líder demócrata. ¿Cómo articulará el nuevo Ejecutivo ese caudal prestado?¿Aguantará el proyecto del trumpismo sin el presidente naranja?
Lo interesante, al parecer, no han sido estas cuestiones, sino el "fusarismo", que según mi amigo Pedro Vallín, periodista de La Vanguardia, "andaba desconsolado poniendo velas por el agente naranja" en referencia a la derrota de Trump. Entra así en escena nuestro animal mitológico favorito de estos últimos años, eso llamado rojipardismo, un hombre de paja, una tendencia política inexistente en España que ha valido para etiquetar de "nazi" a quien acertada o erróneamente criticaba las derivas actuales de la izquierda perteneciendo a ella. El reflejo inverso del tan socorrido "posmo", salvo que mientras este último funciona como vulgarización descriptiva de tendencias existentes, el rojipardismo es una forma de etiquetar punitivamente a quien defiende que la izquierda se base en planteamientos como la preminencia de la igualdad sobre las diferencias, el universalismo, el análisis de clase, la soberanía o unas políticas económicas expansivas sobre aquellas de índole representativa.
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Vallín, un tipo generalmente acertado tanto en sus análisis como en su juvenil combinación de americanas sobre camisetas, patina cuando se piensa que las series de Aaron Sorkin son documentales, no ficción dramática. Es decir, que Vallín piensa que la única forma de la que se puede explicar a Trump, y a sus 70 millones de votantes, es mediante la degradación de un individuo y partido, el GOP, que ha abandonado la vieja buena senda liberal. Por tanto, la única forma de caracterizar a los votantes de Trump es como peligrosos imbéciles y la única manera de combatirles es mediante la vuelta de una serie de valores cívicos, más educación y mejor información. El asunto de fondo es que Trump se explica como un fenómeno final y no como un síntoma de algo preexistente, una sociedad en decadencia que ya había alumbrado el Tea Party.
¿Qué es lo que ocurre cuando alguien analiza que, por muy poco que nos gusten estos brotes reaccionarios, su posibilidad de existencia, presente, pasada y futura, tiene que ver con qué pretenden dar respuestas, a menudo mezquinas, a menudo falsas, a menudo excluyentes, a la incertidumbre neoliberal? Que se le llama rojipardo, que es más fácil que asumir que el liberalismo ha sido padre putativo de los ultras machacando mediante austeridad, globalización y desregulación la estabilidad del pacto de posguerra. Si a eso le sumamos que el progresismo abandonó su búsqueda de la igualdad por la ensaladilla de las diversidades nos encontramos con el caldo de cultivo que hace posible que en media Europa la ultraderecha sea un actor renacido y que el presidente de EEUU haya sido alguien tan peligroso como Trump. Hoy aplaudimos a Merkel por verle las orejas a un lobo que ella misma amamantó generosamente.
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Otro que se ha sumado a la fiesta ha sido Nega, Ricardo Romero, que sobre un tuit de Soto Ivars que hablaba sobre la aplastante derrota de Trump en Detroit, ha comentado que "resulta que la clase obrera, esa que estaba harta de lo progre, del LGTBI, del BLM, la ecología y las políticas de la diversidad y que iba a apoyar a Trump y luego a Vox de forma irremediable y masiva, se ha cagado y meado en el partido Republicano. Lo material, Juan!". Romero, que desde que ha pasado de rapero obrerista a predicador moral del brócoli, no pierde oportunidad de dejar claro su arrepentimiento, comete un error, o realiza una manipulación, al repetir la cansina y falsa acusación de contraponer la clase a otros conflictos sexuales o raciales.
Quienes criticamos la articulación actual de la diversidad bajo el neoliberalismo, no a la diversidad en sí misma, lo hacíamos por su carácter competitivo, que tendía a enfrentar sectores en un mercado de representatividad, véase la actual guerra abierta entre el feminismo y el transgenerismo. Reivindicaciones que podrían darse de forma paralela entraban en colisión: para sentirme más representado necesito que el de al lado lo esté menos. De hecho, individuos y grupos naturalmente plurales tienden a ubicarse sólo en un epígrafe de su identidad, aquel que resulte más específico, tendiéndose a una atomización progresiva por encontrar un producto identitario más competitivo. De esta manera, los grandes sujetos políticos del siglo XX, nación, religión y clase, fueron perdiendo importancia respecto a alteridades cada vez más exageradas y artificiales. No se trata de reclamar que el conflicto capital-trabajo sea el único existente, o el que tenga que enfrentarse únicamente o primero, sino de recordar que por su amplia transversalidad y su papel clave en la economía su potencia transformadora es clave, tal y como se vio en el siglo XX. Esta forma de enfocar la cuestión, acertada o errónea, fue el argumento empleado en mi libro La Trampa de la diversidad, no otro.
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Bajo este criterio no es que la clase trabajadora esté harta de otros conflictos sociales, en los que muchos de sus miembros se verán naturalmente implicados, sino que el abandono de su articulación política, su paso de existir a hacerlo de forma consciente mirando por sus intereses, fue abandonado por décadas en la izquierda en beneficio de cualquier otro sujeto, cuanto más exótico y minoritario, mejor. De esta manera, grandes sectores de esa clase, ausentes de la lucha obrera y la organización sindical se han sentido marginados por el progresismo y azotados por la precariedad neoliberal, pudiendo ser potenciales votantes de proyectos populistas de ultraderecha que aprovechaban este vacío para enfrentarles contra las minorías sobrerepresentadas.
Si a Trump le han votado 70 millones de personas lo que parece ridículo es pensar que entre ellas, por una mera cuestión estadística, no haya una mayoría de trabajadores. Lo mismo que a Biden, lo que nos indica que estas elecciones, en las que ambos candidatos obtuvieron un récord histórico de sufragios, se han movido en unos ejes diferentes a los de la clase social, por desgracia, claro, para los intereses de los trabajadores, que elegían entre dos proyectos políticos de derecha en lo económico. Romero está en su derecho de pensar, con una envidiable fe del converso, que la línea progresista que premia la diversidad sobre la igualdad es la correcta, no tanto manipular ya de forma habitual la crítica que hace un par de años realicé en La Trampa, que es la que es, acertada o errónea, y no el espantajo inventado para desprestigiar la obra.
Quizá el problema que tiene Romero es de mala conciencia, ya que él en su libro La clase obrera no va al paraíso (Akal, 2016), escrito a la par con Arancha Tirado, sí abogaba por priorizar el conflicto capital-trabajo sobre cualquier otro, afirmando que la izquierda había abandonado a los trabajadores y trazando un retrato de la misma homogéneo y carente de diversidades. De hecho se señalaba que esferas como la raza o el género tenían que ver con invenciones académicas para debilitar a la clase. Además era un libro duro con el feminismo, ya que consideraba que la brecha salarial no era apreciable en sectores no cualificados y que el triunfo de la clase trabajadora en el conflicto con el capital sería el que beneficiaría principalmente a las mujeres trabajadoras. Las personas tienen derecho a cambiar de opinión, pero resulta poco elegante acusar a otros de los que tú afirmabas hasta antes de ayer.
Lo cierto es que parece arriesgado abandonarse a las políticas de la diversidad competitiva, cuando una derechista económica, la próxima vicepresidenta Kamala Harris ya estaba siendo reivindicada ayer por el progresismo en España, desde los creyentes en lo queer hasta algunas feministas despistadas. Parece razonable que sea noticioso el hecho de que una mujer negra llegue a un puesto de tal responsabilidad, parece como poco arriesgado reivindicar a alguien que ha utilizado conscientemente sus características identitarias para encubrir sus postulados políticos, los que al final decidirán sobre el futuro de esas mismas mujeres negras de una clase diferente a la suya. Y aquí se halla una de las consecuencias de fenómenos como el de Trump, que siendo hijos del caos neoliberal, sus presupuestos iliberales acaban por legitimar a la derecha convencional.
La política sin embargo es esto, de ahí que hasta el presidente cubano Díaz Canel haya saludado a la nueva administración de Biden. Oxígeno ante la barbarie inmediata o al menos la posibilidad de que la nueva socialdemocracia estadounidense, el ala izquierda del Partido Demócrata encabezada por Ocasio Cortez, pueda prosperar en este contexto. En el último quinquenio, el progresismo estadounidense ha experimentado un renacer que se ha atrevido a jugar incluso con conceptos tan problemáticos en EEUU, por su asociación con el comunismo, como el de clase trabajadora. Paradójicamente, como ya señalamos algunos hace unos años, el progresismo de EEUU, adicto a las diversidades, lo identitario y las guerras culturales, estaba pasando a recuperar una cierta pulsión igualitarista. Mientras que Carmena en Madrid parecía una sucursal de una charla TED, el alcalde de Nueva York, el demócrata Bill de Blasio, hacía de las working families el centro de su discurso.
¿Qué nos encontramos, para acabar, justo en el lado inverso pero a la vez paralelo de los que celebraban como propia la victoria de Biden? A la izquierda folclórica, ya saben, ese grupo de pesadísimos adolescentes pajilleros con admiración a la Stasi. Los queer del comunismo, ya no como ideología u organización real, sino como una identidad con la que competir en este mercado, siempre tienen una actitud prepolítica y esquemática, siendo incapaces de desarrollar análisis o respuestas más allá de consignas inútiles. Sí, la derrota de Trump es positiva. No, Trump y Biden no son iguales, de hecho se diferencian en multitud de aspectos, lo cual no implica que eso sea afirmar que el demócrata realizará políticas de izquierdas. La salida de Trump del despacho oval es un duro golpe para la siniestra internacional ultraderechista, pero la reactivación de los tratados de libre comercio por parte de Biden puede crear un descontento en los trabajadores que sea aprovechado por los ultras… es decir, que en términos de utilidad política hablar en las mismas coordenadas de Trump y Biden es, una vez más, culpa de la transformación de lo político de algo ideológico y grupal a algo identitario e individual. Entre el progresismo colorín y la izquierda folclórica sólo median los iconos, para unos unicornios y arcoíris y para otros banderas de Korea del Norte y búnqueres albaneses.
De Teresa Rodríguez desconozco su postura al respecto, pero seguro que ha echado la culpa de algo a Madrid y al heteropatriarcado. Los de la Fundación de los Comunes es posible que preparen un curso para conocer la experiencia empoderante de las prostitutas albinas del cinturón del óxido y su papel en el vuelco electoral. Se rumorea que Tania Sánchez y García Castaño podrían obtener asiento en la Cámara de Representantes para la legislatura de 2024.
No se alarmen. Podría ser peor. Miren Herman Tertsch.
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