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Opinión · Otras miradas

Oliver Stone y sus críticos

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MARK WEISBROT

Codirector del Centro de Investigación Económica y de Políticas (Center for Economic and Policy Research - CEPR)

Es estupendo hacer un documental sobre cómo los grandes medios de comunicación tergiversan la realidad y que las propias críticas de estos medios te den la razón. De hecho, su respuesta al documental South of the border, de Oliver Stone, cuyo guión yo mismo escribí junto a Tariq Ali, corrobora las tesis del filme.

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La primera tesis tiene que ver con el descuido –o desconocimiento– que caracteriza las informaciones sobre las relaciones entre Estados Unidos y América Latina, un problema al que los grandes medios contribuyen frecuentemente. En varias críticas hubo confusión a la hora de reconocer a los presidentes y a los países. Quizás el ejemplo más patético fue en The Washington Post, donde se publicó una fotografía de Sacha Llorenti –ministro de Gobierno de Bolivia– identificándolo como Evo Morales. Llorenti es desconocido en Estados Unidos, pero aparece en la película traduciendo al presidente Morales. Alguien en el Post debió de suponer que el tipo más blanco de los dos hablando en inglés debía ser el presidente.

La feroz crítica de Larry Rohter sobre la película acaparó la mayor parte de la primera página de la sección de arte de The New York Times, con un gran subtítulo que decía: “Surgen dudas sobre su veracidad”. Sin embargo, falló en encontrar errores fácticos en la película (a pesar de varios intentos desesperados). En una de esas incursiones, utilizó datos de las importaciones de petróleo entre los años 2004 y 2010 para tratar de refutar las declaraciones que un analista de la industria petrolífera –que aparece en una escena de televisión en el filme– realizó en abril de 2002. El corte (de unos cinco segundos) no tendría relevancia para la película en ningún caso, pero, aun así, Rother se equivocó.

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Hay demasiados errores en las críticas al documental para citarlos todos aquí. Muchos juzgaron la historia en términos ideológicos, perdiéndose la mayoría (o la totalidad) de los puntos principales del filme. Por ejemplo, el documental proporciona cinco elementos que prueban que Washington estaba involucrado en el golpe de Estado que derrocó al presidente electo de Venezuela, Hugo Chávez, en 2002. Entre ellos se encuentra un documento del Departamento de Estado de Estados Unidos que reconoce que “la Fundación Nacional para la Democracia, el Departamento de Defensa y otros programas de asistencia proporcionaron entrenamiento, construcción institucional y otros apoyos a individuos y organizaciones reconocidos como activamente involucrados en la corta expulsión del Gobierno de Chávez”.

Este, junto al resto de testimonios documentales que aparecen en la película (alguno de los cuales no ha llegado nunca a los medios de comunicación), construye un argumento convincente de que Washington estuvo involucrado en el golpe. Esta conclusión fue respaldada por Scott Wilson, corresponsal de The Washington Post en el momento en que lo entrevistamos, y que informó desde Caracas durante el golpe.

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Eduardo Porter, miembro de la junta editorial de The New York Times, también aparece en el filme refiriéndose al apoyo de la Administración Bush al golpe: “La implicación del Gobierno de Estados Unidos en el golpe de Estado fue la peor decisión que podía haberse tomado. No sólo forjó la eterna enemistad de la Administración Chávez, sino que hizo muy difícil que cualquiera en Latinoamérica sintiera simpatía por Estados Unidos”.

Sin embargo, ha habido miles de artículos y análisis radiofónicos sobre las relaciones entre Estados Unidos y Venezuela en los últimos ocho años, pero casi nada acerca del papel que jugó Estados Unidos en el golpe. Como mucho, Estados Unidos es señalado como responsable por Hugo Chávez, una fuente que es sistemáticamente demonizada y desdeñada en una suerte de apoyo tácito de los periodistas al Gobierno de Estados Unidos. La mayoría de los que reprobaron South of the border parecen también ver esta cuestión, así como las pruebas presentadas, como irrelevantes.

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Las reseñas que sí aceptaron las críticas a los medios de comunicación coincidieron en señalar como culpable a la cadena Fox. Pero el filme pone un especial énfasis en que este problema es de todos los medios, no sólo de la Fox o de los telediarios, que han venido dando a los norteamericanos una impresión más que distorsionada de los cambios históricos que han tenido lugar en la última década en Latinoamérica. Fue precisamente la junta editorial de The New York Times la que respaldó abiertamente el derrocamiento de un Gobierno electo democráticamente durante el golpe de 2002, hecho que constituye uno de los pilares del filme. Esta cuestión también pasó desapercibida, a pesar de que fue un comportamiento que uno de los periódicos más importantes de Estados Unidos no había tenido en 30 ó 40 años.

Como cabía esperar, los medios exhibieron ante el filme la misma hostilidad que caracteriza sus informaciones sobre el tema que en él se trata (aunque también hubo opiniones favorables). La de Los Angeles Times, que contenía varios y grandes errores, la criticaba por no tener suficiente sustancia. Pero parece que la sustancia del filme era demasiado para la mayoría de los medios.

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