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Opinión · Otras miradas

Las políticas que nos unen frente a las banderas que nos separan

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La bandera nacional y las distintas banderas autonomicas colocadas en el antiguo salòn de plenos del Senado. EFE/Javier Lizòn

La necesidad de responder a los retos del Covid-19 ha abierto un periodo de tregua respecto del problema catalán, pero sería absurdo pensar que lo ha solucionado y poco inteligente dejar pasar la oportunidad para construir estrategias que nos permitan recuperar la convivencia en nuestro país.

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Son muchas las causas a las que hay que recurrir para explicar el crecimiento del independentismo en Cataluña en los últimos años. Comprenderlas es fundamental si queremos ofrecer soluciones e ir más allá de una confrontación estéril o, en todo caso, sólo útil para los que se alimentan del odio y el desprecio mutuo: desde las declaraciones xenófobas y el Espanya ens roba de los nacionalistas catalanes más radicales, a la criminalización del independentismo y la explicación de su extensión a través de un inaudito lavado de cerebro masivo y sectario que justificaría la intervención antidemocrática e indefinida del gobierno catalán, como pretende hacernos creer el nacionalismo español.

Se ha insistido en el peso de los sentimientos nacionalistas. La derecha españolista ha subrayado el uso político que los nacionalistas han hecho de la inmersión lingüística al utilizar el catalán como elemento diferenciador y promover una educación reactiva respecto a la nación española. La respuesta ha sido la aversión al catalán: desde el famoso “¡Pujol, enano, habla castellano!” con el que se celebraba la victoria de Aznar en 2006, hasta la reforma educativa del ministro Wert en 2013. A su vez, la derecha catalanista justifica su deriva independentista en una sucesión de agravios que, incluyendo los anteriores, tendrían su epicentro en la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010 respecto a un Estatut que había sido  aprobado por las Cortes Generales y refrendado por el pueblo catalán en 2006. Recordemos que esta sentencia insistía en que “desde el punto de vista constitucional, no hay más nación que la nación española”.

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Pero los sentimientos nacionalistas, siendo importantes, no son los factores más decisivos a la hora de explicar el auge independentista en la sociedad catalana. Sin llegar al extremo althusseriano de convertir la ideología en mero aclimatador retórico, aquí el nacionalismo funciona más como apoyo ideológico que como causa del independentismo. De hecho, si pensamos en el soberanismo defendido por Esquerra Republicana, la interpretación nacionalista ensombrece la adecuada comprensión del fenómeno. En este sentido, hay que tomarse muy enserio la negativa de este partido a ser calificado como nacionalista -ideología incompatible con un ideario de izquierdas. Ello obliga a echar mano de otros motivos para explicar su ímpetu independentista, y hay uno supraestructural que no podemos obviar: la convicción de que sólo será posible alcanzar un Estado republicano al margen de España -creencia puesta hoy en cuestión por el impulso que los desmanes del rey emérito han dado al sentimiento republicano en todo el Estado español. Pero el republicanismo, en tanto que supraestructural, resulta también insuficiente para explicar el crecimiento del sentimiento independentista en la izquierda catalana.

En este sentido, hace ya años que diversos economistas catalanes -de variado espectro ideológico- vienen refiriéndose a una progresiva centralización económica que está provocando importantes desequilibrios en la economía española en beneficio de la capital. Aunque tales economistas se han centrado en cómo afecta esta dinámica a Cataluña, recientemente ha aparecido un estudio, elaborado por el Laboratorio de Análisis de Política Públicas del Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas, que evidencia su alcance real: Madrid, a causa de un “efecto de capitalidad”, goza de ventajas a la hora de absorber las inversiones, tanto públicas como privadas, y captar a profesionales cualificados. Los factores que causan tal efecto van desde las infraestructuras -como el carácter radial de la red ferrovial o las densas comunicaciones aéreas de Madrid- a la concentración de entidades pública y privadas favorecida por el tránsito a un modelo económico postindustrial de carácter global. Esta ventaja se ha visto fuertemente potenciada por una política neoliberal muy agresiva de reducción de la carga impositiva que, desde el gobierno de Esperanza Aguirre hasta el actual de Isabel Ayuso, ha acabado convirtiendo a Madrid en un “paraíso fiscal” dentro del Estado español.

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Si tenemos en cuenta que esta reducción de impuestos esta posibilitada por la riqueza que produce el efecto de capitalidad, no es exagerado hacer referencia a una deslealtad patriótica en el gobierno de Madrid consistente en el desarrollo consciente de estrategias de duping fiscal que tienen como objetivo el enriquecimiento progresivo de la capital a costa del empobrecimiento del resto de España. Las recientes palabras de Ayuso dejan poco margen a la duda: "Lo que hacen muchos catalanes, muchos andaluces o muchos extremeños cuando quieren ser libres y crear empresas es venirse a Madrid. En lugar de retenerlos en sus comunidades autónomas haciendo lo mismo, atacan a Madrid"; argumentación falaz rematada con la tradicional contraposición entre el esfuerzo de unos y la vagancia de otros al considerar que la referencia a un efecto de capitalidad constituye “una falta de respeto (…) a todas las personas que madrugan”.

Las consecuencias de esta dinámica han sido especialmente desastrosas para Castilla y León, Castilla-La Mancha y Andalucía: a la marcha de empresas y la evasión de capitales, se une la migración de trabajadores altamente cualificados, mermando la capacidad recaudatoria -especialmente en lo que se refiere a los impuestos progresivos- de estas comunidades. El fenómeno da lugar a un círculo vicioso: a mayor crecimiento económico de Madrid, mayor capacidad para impulsar políticas fiscales más agresivas; inversamente, a medida que decrece la riqueza económica del resto de comunidades, crecen las dificultades para ofrecer rebajas fiscales que detengan el proceso. En este sentido, resultan de nuevo esclarecedoras las palabras de Ayuso señalando que otras comunidades son “un infierno fiscal” y recomendándoles bajar los impuestos para alcanzar “los mismos niveles de prosperidad y de empleo”. Estas afirmaciones son, además de un insulto, una trampa que puede conducir a la destrucción de unos servicios sociales ya gravemente dañados -a modo de ejemplo, recordemos que Andalucía es la comunidad de España con menos inversión sanitaria por ciudadano.

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Por todo ello, el estudio mencionado es concluyente: “Dado que Madrid goza de esas ventajas, debería renunciar a una estrategia fiscal en la que, apoyándose en las mismas, perjudica a otras comunidades”.

Fueron varias las voces que mucho antes de que este estudio se hiciera público se referían a la necesidad de llevar a cabo una armonización fiscal. Es el caso de María Jesús Montero cuando era consejera de Hacienda en el gobierno andaluz. También Ximo Puig, antes de que tuviera lugar el acuerdo entre el gobierno y Esquerra a propósito de los nuevos presupuestos, afirmaba que “Madrid es una aspiradora que genera desigualdades en España”.

Si finalmente se produce la armonización fiscal, no podemos olvidar que será beneficiosa no sólo para Cataluña, sino también para el resto de España. En este sentido puede que el gobierno de Pedro Sánchez no haya estado hábil a la hora de permitir que Esquerra se anote el punto de su propuesta, facilitando que la oposición, contraria a toda subida impositiva, genere la percepción de que estamos ante una concesión más al independentismo catalán. Pero también cabe la posibilidad de leer este acuerdo como una forma de aprovechamiento de la oportunidad a la que me refería al principio de este artículo, en tanto que, gracias a él, el efecto de capitalidad pierde fuerza como argumento a favor de la independencia de Cataluña. Así lo ha interpretado críticamente el nacionalismo catalán representado por Junts per Cat.

Esto último nos debe hacer caen en la cuenta de que el frentismo nacionalista es una rémora para las políticas progresistas. El éxito de éstas pasa por la superación de la fractura territorial y la recuperación de una iniciativa política construida sobre los ideales de justicia social y avance democrático compartidos por los distintos pueblos de nuestro Estado. La historia viene aquí en nuestra ayuda: los entusiastas nacionalistas de uno y otro bando han pretendido hacernos creer que el reto independentista encabezado por Llúis Companys en 1934 acabó con el golpe de Estado franquista, pero lo cierto es que antes de este trágico suceso, Esquerra Republicana se había incorporado a la coalición del Frente Popular liderada por Azaña, lo que llevó a que Companys asumiera de nuevo el gobierno de una Generalitat integrada en el Estado español. Hoy tenemos la oportunidad de volver a construir los puentes que el fanatismo destruyó.

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