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Opinión · Otras miradas

Ultraneoliberalismo y liberalismo desde 'La fábula de las abejas'

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El combate de don Carnal y doña Cuaresma (Pieter Bruehgel, el Viejo, 1559). Wikimedia Commons

En su célebre Fábula de las abejasBernard Mandeville nos habla sobre la relación entre virtudes públicas y vicios privados. Aunque parezca paradójico, estos últimos constituirían el motor que dinamiza las primeras generando prosperidad pública. “Fraude, lujo y orgullo deben vivir”, leemos en la moraleja del relato, “mientras disfrutemos de sus beneficios”. Esta sería la clave: generar beneficios para todos. ¿Pero qué ocurre cuándo no es así?

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Al imponerse la honradez más estricta, el industrioso panal pierde primero su actividad y luego a sus moradores hasta quedar abandonado.

El amor exclusivo al bien se apoderó de los corazones, de donde se siguió muy pronto la ruina de toda la colmena. Como se eliminaron los excesos, desaparecieron las enfermedades y no se necesitaron más médicos. Como se acabaron las disputas, no hubo más procesos y, de esta forma, no se necesitaron ya abogados ni jueces. Las abejas, que se volvieron económicas y moderadas, no gastaron ya nada: no más lujos, no más arte, no más comercio. La desolación, en definitiva, fue general. La conclusión parece inequívoca: Dejad, pues, de quejaros: sólo los tontos se esfuerzan por hacer de un gran panal un panal honrado.

The Fable of the Bees ( Bernard de Mandeville, 1705). Wikimedia Commons

La ingeniosa ironía de Mandeville resulta terapéutica y expresa una realidad incontestable. Resulta preferible conciliar nuestros intereses con los ajenos, porque nuestra motivación será mayor y perseguir nuestro provecho no tiene por qué ser malo, siempre que también resulte beneficioso de algún modo para la colectividad. Los ejemplos que utiliza para ilustrar esta tesis en su Ensayo sobre la caridad son muy sabrosos.

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Un orden social fruto de la insociabilidad: El antagonismo kantiano

Hay una metáfora kantiana que apunta en esta misma dirección. Merece la pena recordar el pasaje de su Idea para una historia universal en clave cosmopolita:

Tal como los árboles en un bosque, dado que cada uno intenta quitarle al otro el aire y el sol obligándose mutuamente a buscar ambos por encima de sí, logran un hermoso crecimiento, en lugar de atrofiarse al extender sus ramas caprichosamente cuando están aislados, de modo semejante toda la cultura humana y su orden social son frutos de la insociabilidad.

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En realidad Kant nos dice que nuestra ”insociable sociabilidad“ consigue hacernos desplegar nuestras disposiciones naturales. El antagonismo con los otros, que nos hace rivalizar, provoca el desarrollo de tales disposiciones. Es un equilibrio al que se llega cuando conseguimos perseguir nuestra felicidad sin perjudicar a los demás.

La mano invisible de Adam Smith

La famosa expresión de "una mano invisible” de Adam Smith se refiere a una instancia que nos guía hacia un fin más elevado cuando simplemente intentamos promover nuestro propio interés:

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Al seguir las miras de su propio interés, el individuo viene a promover los intereses de la comunidad con mucha más eficacia que cuando pretende fomentarlo expresamente.

Estatua de Adam Smith en Edimburgo.

Con todo, suele olvidarse que Adam Smith no escribió sólo La riqueza de las naciones. Le debemos también una sugestiva Teoría de los sentimientos morales. Ahí nos habla del papel de la compasión, así como de un hipotético “espectador imparcial” capaz de dirimir los agravios y las injusticias.

El médico holandés (Mandeville), el economista escocés (Smith) y el filosofo prusiano (Kant) comparten un mismo diagnóstico. Estamos programados para ir a lo nuestro, pero precisamos convivir con los demás dada nuestra interdependencia, por lo que se trata de rentabilizar lo mejor posible nuestras inclinaciones egoístas, para que reviertan en un mutuo beneficio colectivo al hacerlas compatibles. De ahí sus metáforas del panal industrioso, el bosque bien ordenado por una fecunda rivalidad y la benéfica mano invisible que armoniza el conjunto.

La versión neoliberal y su darwinismo social

Esta concepción antropológica sustenta una visión liberal, propia de lo que ahora llamamos liberalismo clásico para distinguirlo del neoliberalismo. En la fórmula liberal primigenia, el mercado se autorregula a través de la oferta y la demanda. Lo mejor para el comercio se ciñe a la fórmula laissez faire, laisser passer. Pero el keynesianismo nos hace ver que la complejidad puede llegar a exigir mecanismos de control con una eficiente política fiscal.

Sin embargo, la nuda lógica del beneficio se ha transmutado en un implacable darwinismo social donde no tienen cabida los más débiles, a los que se denomina “perdedores”. Aquí lo importante no es jugar, sino que se trata únicamente de ganar sin más, al margen de liquidar el futuro del planeta o sumir a una inmensa mayoría en la miseria, ganar por ganar caiga quien caiga. Este cálculo cortoplacista tan sólo cuenta el rédito instantáneo y la maximización del mismo. No hay cabida para los réditos a medio y largo plazo para el mayor número posible de beneficiarios, primando por contra una desmesurada inequidad.

Va incrementándose la cifra de quienes no tienen lo imprescindible, mientras unos pocos acaparan lujos innecesarios y esquilman los recursos naturales que deberían preservarse para las futuras generaciones. ¿Acaso acierta Rousseau cuando en su Discurso sobre la desigualdad escribe lo siguiente?

Se diría que los ricos y poderosos solo estiman las cosas de que disfrutan mientras los demás se vean privados de ellas y, sin cambiar su estatus, dejarían de ser felices si el pueblo dejara de ser miserable.

Beneficios privativos, vicios públicos

Ahora los vicios particulares tienden a generar netos perjuicios públicos, como demuestran los complejos entramados que generan enriquecimientos ilícitos gracias a las nuevas manos invisibles de la prestidigitación financiera y la economía especulativa propia del casino bursátil.

Todo ello merma de uno u otro modo, directa o indirectamente, las arcas púbicas, y contribuye a recortar partidas presupuestarias para servicios tan esenciales como sanidad, educación o los imprescindibles recursos asistenciales que deben recibir los colectivos más desfavorecidos y vulnerables.

Se diría que los vicios privados han dejado de generar beneficios públicos, al propenderse a privatizar toda la esfera pública para rentabilizarla de modo particular. La democracia liberal se desvirtúa cuando se resquebraja el Estado del bienestar y parece brillar por su ausencia la ejemplaridad institucional.

Se diría que los ricos y poderosos solo estiman las cosas de que disfrutan mientras los demás se vean privados de ellas y, sin cambiar su estatus, dejarían de ser felices si el pueblo dejara de ser miserable

Este artículo ha sido publicado originalmente en The Conversation

The Conversation

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