Otras miradas

¿Molesta la sisa? Tómese un opiáceo

Luis Moreno

Profesor Emérito de Investigación en el Instituto de Políticas y Bienes Públicos (CSIC)

FOTO: Reuters/Samrang Pring
FOTO: Reuters/Samrang Pring

Se cumple ahora el centenario del nacimiento del genial cineasta Luis García Berlanga. En una escena de El Verdugo, con guión del magistral Rafael Azcona, el sastre José Luis López Vázquez pregunta si le tira la sisa a Nino Manfredi al probarse una sotana. La entonación de la demanda para que haga el gesto de la bendición forma parte de la antología del cine contemporáneo español.

Según la RAE hay otra acepción de la palabra que hace referencia a quitar una parte del todo que espera recibir el titular destinatario de una prestación. Eso es lo que experimentan, por ejemplo, los ciudadanos precarios a los que no les llega todo lo que el capitalismo neoliberal prometía. Se enzarzan, acto seguido, en una espiral por controlar el dolor psicosomático que le genera su condición de ‘perdedores’. En términos generales, debe considerarse la precariedad como la ausencia de oportunidades vitales que impiden el desarrollo integral y participativo a los ciudadanos que la sufren. El caso de la ‘epidemia’ de los opiáceos en EEUU es un caso ilustrativo de las frustraciones que llevan a las gentes a situaciones de dependencia insalubres y, eventualmente, a la muerte.

Hace unas semanas el propio Departamento de Justicia de Estados Unidos demandó a Walmart, el gigante de la distribución minorista, por su rol en la crisis de los opiáceos. Resulta que la mayoría de sus más de 5.000 tiendas disponen casi todas de expendedurías de farmacia que han hecho la vista gorda al aceptar recetas de fármacos ‘sospechosas’ causando así cientos de miles de muertes por adicción y sobredosis. Valga mencionar el consumo del fentanilo, un opioide sintético 50 veces más potente que la heroína. Ya en 2017 en Ohio, donde se comercializó, la tasa de muertes era de 40 por 100.000 habitantes, casi tres veces mayor que el promedio nacional.

El economista Alan Krueger publicó en 2016 datos sorprendentes respecto al uso de analgésicos. Según sus investigaciones, casi la mitad de los hombres de entre 25 y 54 años que no eran activos laboralmente tomaban medicamentos diariamente para aliviar el dolor de su pasividad. Dos tercios de ellos --alrededor de 2 millones-- lo hacían diariamente con prescripción médica.

En octubre del año pasado, Purdue Pharma, la compañía farmacéutica que desarrolló el opiáceo más consumido, OxyContin, se declaró culpable de la comercialización y distribución del medicamento y llegó a un acuerdo civil con el Departamento de Justicia para evitar indemnizaciones más onerosas y esquivar con la bancarrota responsabilidades legales y económicas.

Sucede también que los opiáceos no sólo pueden cumplir la función de paliar el dolor sino de favorecer el escapismo al proveer un estado de satisfacción sensitiva a sus consumidores. Estos se ‘colocan’ utilizándolos como un ‘hobby’ recreativo y no como un hábito analgésico. Ambas situaciones apuntan a un tipo de conductas de quienes esperaban recursos que colmasen sus ambiciones materiales. Ahora en EEUU son legión los working poor quienes, aún con sus salarios, no superan los estándares de la pobreza.

La falta de soportes de redes sociales o lazos familiares fuertes ha provocado una falta de ayuda en situaciones extremas, como la falta de trabajo y de un salario. Todo ello ha contribuido a generar situaciones que desembocan en adicciones irreversibles a los opiáceos para escapar de la realidad. Sin ayuda interna grupal o comunitaria, y sin recursos para salir de esta dependencia, el panorama aparece con tintes de tragedia a escala nacional sin soluciones a la vista, dada la ausencia de actuaciones efectivas por parte de autoridades y poderes públicos.

En el país norteamericano se llega en ocasiones a redefinir a la propia clase trabajadora como clase media, en un ejercicio de manipulación ideológica característico de sociedades de oportunidades donde el albedrío para conseguir el éxito se mide en la clave individual del "tanto ganas, tanto vales". Las reivindicaciones de los asalariados pobres se ven más como un estorbo para el crecimiento económico que como necesidades de ciudadanos precarios acreedores de la solidaridad del conjunto social.

Según Branko Malinovic, considerando a la clase media como aquella compuesta por ciudadanos con renta en un intervalo de un 25% alrededor de la renta mediana de EE UU, este segmento poblacional había decrecido desde un tercio en 1979 a poco más de un cuarto de la población en el año 2000. La clase media del país norteamericano había pasado de representar el 26% en 1979 al 21% de la renta total. Buena parte de la clase social media americana de blancos caucásicos, donde se ha asentado la fuerza electoral del trumpismo, han visto desaparecer los empleos que proporcionaban las industrias manufactureras y las empresas de servicios locales. De consecuencia, sus expectativas de vida ha caído, la tasa de mortalidad por consumo de todo tipo de drogas y bebidas alcohólicas ha aumentado, y el nivel de suicidios se ha incrementado significativamente.

En Europa, por su parte, la gran incógnita a despejar es si sus sociedades preservarán sus derechos sociales y sus legítimos Estados del Bienestar o serán zarandeados por las prácticas globales de la "espiral a la baja" (race to the bottom), y la multiplicación de sisas a sus derechos sociales y expectativas existenciales. Con el desarrollo del estado moderno, la ciudadanía quedó amparada como estatus de igualdad en dignidad, es decir, mediante garantías formales en el ejercicio de los derechos no sólo civiles y políticos, sino también sociales. Son precisamente los recursos sociales los que posibilitan en la mayoría de los casos y circunstancias el ejercicio efectivo de la participación cívica de los ciudadanos.

Si algo nos está enseñando la pandemia del COVID19 es que necesitamos fortalecer nuestro Modelo Social Europeo frente a los intereses privados que promocionan la desesperación y el escapismo en otras sociedades como las anglosajonas. No hay mal que por bien no venga, solía decirse.

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