Opinión · Otras miradas
La militarización en América Latina en tiempos de covid-19
Profesora Adjunta. Experta en democracia y conflictos militares, Universidade Federal de Santa Catarina
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Alrededor del mundo, las respuestas a la crisis sanitaria provocada por el SARS-COV-2 han intensificado el despliegue de dispositivos de control de la población. Por ejemplo, en Polonia, Corea del Sur y Australia se han usado aplicaciones que rastrean el movimiento de personas contagiadas para impedirles salir de sus casas.
En América Latina los gobiernos han utilizado sus fuerzas armadas para asegurar el cumplimiento de las medidas de aislamiento social. Esto se explica por la debilidad de las agencias civiles, además de por el alto prestigio que estas instituciones gozan entre la población en la mayoría de los países en la región.
Para identificar las consecuencias del incremento de la participación de los militares en este contexto, el doctor Igor Acacio y yo analizamos las tareas que se les han encomendado en las 14 democracias del continente y examinamos el impacto de esta gestión en las instituciones, así como en el respeto a los derechos humanos en la región.
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Para eso, consultamos decretos oficiales y las redes sociales de las Fuerzas Armadas de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, República Dominicana, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Honduras, México, Paraguay, Perú y Uruguay entre el 1 de marzo y el 25 mayo de 2020.
El rol histórico de los militares
El rol de los militares en la historia de América Latina ha sido crucial. El siglo XIX fue la época de los caudillos: militares originarios de los ejércitos de liberación desmovilizados gobernaron los países que recién se habían independizado.
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Además de asumir esas tareas políticas, las fuerzas armadas también participaron en levantar la infraestructura de los nuevos estados: se dedicaron a construir puentes, abrir y pavimentar caminos para conectar áreas aisladas con las más desarrolladas, así como a entrenar las policías urbanas y rurales. Esta característica llevó a Brian Loveman a referirse a las fuerzas armadas latinoamericanas como “los guardianes de la nación”.
En el siglo XX, a esas misiones militares se agregaron tareas como la dirección de empresas públicas y las acciones cívico-sociales. Después, en la segunda mitad del siglo, los militares fueron protagonistas de la represión en contra de la oposición política como en Chile, Argentina y Brasil, y más recientemente en el combate al narcotráfico en países como Colombia y México.
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En el contexto de la actual crisis sanitaria, su participación ha aumentado considerablemente, lo cual ha generado efectos negativos: la represión violenta de protestas como en el caso de Honduras, el abuso de autoridad por parte de soldados encargados de patrullar las calles durante la pandemia, o de vigilar los centros de contención para las personas que no respetan el toque de queda, como en el caso de El Salvador.
En países donde la rendición de cuentas es más consolidada, como Francia y Estados Unidos, las fuerzas armadas han restringido sus tareas a misiones de corte logístico cómo la construcción de hospitales y la distribución de insumos médicos. En contraste, en países como Chile, Bolivia, Ecuador, Honduras, Guatemala y El Salvador los militares han actuado en misiones que suelen ser problemáticas para la democracia y vulneran los derechos humanos de las clases populares: la participación en la gestión de la crisis sanitaria y el mantenimiento del orden público.
La primera tarea es de corte político y debilita el control democrático sobre las fuerzas armadas pues promueve la politización de estas. A su vez, las actividades policiacas exigen autonomía individual para la toma de decisiones, una habilidad cognitiva que no es central en el entrenamiento militar.
Reconociendo que los retos que impone la crisis del COVID-19 exigen la acción coordinada de diferentes agencias del estado, se espera que las fuerzas armadas, por ser altamente profesionales, participen de las repuestas estatales a la pandemia. Esto no se cuestiona. El tema que nos debe interesar y preocupar como sociedad civil es cuáles tareas estamos delegando a los militares y qué grado de autonomía política se les otorga para implementarlas.
Tipología de las misiones militares durante la pandemia
En nuestro análisis identificamos seis áreas de participación de los militares durante la pandemia del COVID-19:
- Seguridad fronteriza, una misión cercana a la función clásica de los militares de defensa externa.
- Logística, que comprende la distribución de víveres e insumos médicos, así como la repatriación de ciudadanos.
- Atención médica, que incluye desde el apoyo en selección de pacientes, hasta casos de alta complejidad.
- Industria de defensa, sobre todo dedicada a la producción de mascarillas, gel hidroalcohólico y distribución de medicamentos, una misión que, aunque no relacionada directamente con la defensa externa, no implica graves consecuencias sobre el control civil de los militares.
- Gestión política de la crisis, que incluye el nombramiento de militares para cargos políticos en ministerios o para liderar comités nacionales de emergencia que coordinan la respuesta a la pandemia.
- Tareas de vigilancia, las cuales abarcan el patrullaje de calles, el manejo de centros de contención y la participación en barreras sanitarias en el territorio nacional para asegurar el cumplimiento de las medidas de aislamiento social.
- En general, encontramos que las misiones más efectivas fueron aquellas cuyos elementos militares tenían más entrenamiento: seguridad fronteriza, logística, atención médica e industria de defensa.
En casos donde los militares tenían poco entrenamiento, se detectó que sus misiones no se cumplieron satisfactoriamente, o que cometieron abusos de autoridad, como es el caso de El Salvadory Honduras. En este sentido, aunque su participación sea temporal, se tiene que resaltar que el aumento de la participación de los militares puede dañar permanentemente el balance civil-militar y la calidad de la democracia en Latinoamérica, especialmente en países donde dicho equilibrio se encuentra en declive cómo El Salvador, Ecuador y Bolivia.
Hay que recordar que una crisis, como lo es la pandemia actual, puede ser el contexto ideal para reformas políticas. La referencia a un estado de excepción puede facilitar la implementación de medidas políticas autoritarias vigentes, como es el caso de la suspensión de derechos políticos, bajo la justificación de la necesidad del mantenimiento del orden en un contexto de excepción y de inseguridad sobre el futuro. Por otra parte, dado que no es clara la duración de la pandemia, tampoco sabemos hasta cuándo se va a prolongar la militarización de las respuestas a la crisis. Eso permite que los militares actúen prácticamente sin contrapeso o control externo de sus actividades.
En Bolivia, un contralmirante es el director del Comité de Operaciones de Emergencia Nacional (COEN), responsable de coordinar las distintas acciones para enfrentar la emergencia por COVID–19 en el país. En Chile, los militares también están a cargo de la gestión de la crisis sanitaria: desde el inicio del 2020, son los encargados de la dirección de las dieciséis zonas de emergencia que se han creado en el contexto de la pandemia.
Brasil es un caso extremo de militarización de la gestión de la crisis sanitaria – y de la política en general. El presidente Jair Bolsonaro ha designado el mayor número de militares para encabezar ministerios públicos en la historia, desde el fin del régimen militar en 1985. Actualmente, 11 ministerios están encabezados por militares, incluyendo el Ministerio de la Salud dirigido por el general Eduardo Pazuello. Además, alrededor de 6000 militares ocupan puestos en secretarías y ministerios. Ese posicionamiento estratégico en el sistema político ha permitido el mantenimiento del presupuesto del Ministerio de la Defensa en un periodo de contingencia de los gastos públicos y el aumento de los sueldos de los militares brasileñosen hasta 72%.
Militarización de la seguridad pública
Otro conjunto de misiones militares domésticas que merece atención es la asignación de militares en tareas policiales. Un gran número de investigaciones ha demostrado que las actividades de seguridad doméstica que generan contacto estrecho entre los militares y la población pueden estar vinculadas a abusos de autoridad y corrupción por parte de los militares, especialmente cuando no existe un objetivo claro de la misión.
Esto ocurre porque los militares de medio y bajo rangos son entrenados para misiones que requieren un bajo nivel de autonomía. Como un ideal tipo, actividades policiales implican un contacto cercano con la ciudadanía y la toma de decisiones a nivel individual, lo que les permite distinguir sospechosos de inocentes. Por ello, la adaptación de misiones militares hacia labores policiales no es conveniente y atenta contra la protección de las libertades civiles, que son centrales para la supervivencia de un régimen democrático.
Sin embargo, se insiste en desplegar a los militares como policías bajo la justificación de que se trata de la institución más preparada en el momento para enfrentar grandes amenazas de seguridad. El mejor ejemplo es el caso de México, en donde inicialmente se involucró al ejército para combatir el narcotráfico como medida extraordinaria, y ahora esta medida se ha vuelto permanente.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha señalado que “en la región, y específicamente en México, la experiencia demuestra que la intervención de las fuerzas armadas en tareas de seguridad interna en general viene acompañada de violencia y graves violaciones a los derechos humanos”.
Países como El Salvador, Guatemala, Chile, Ecuador y Bolivia han utilizado los militares en diferentes niveles para asegurar que la población se quede en sus casas durante la pandemia. La situación es más preocupante cuando los militares son la principal agencia responsable de coordinar los toques de queda, como es el caso de Chile y de Bolivia. Esto es incompatible con la dimensión liberal de la democracia: la preservación del estado de derecho, y vulnera las libertades individuales.
En Chile, por ejemplo, seis funcionarios del ejército fueron detenidos por abandonar a ocho personas en medio del deserto bajo la acusación de violar la cuarentena. Ese caso no es aislado. En 2019, tras la convocatoria de militares para el control de las calles, se registraron más de 71 querellas contra miembros de las fuerzas armadas.
De la misma manera, en El Salvador, organizaciones gubernamentales y no gubernamentales que defienden los derechos humanos han reportado abusos y violaciones por parte de militares y de la policía. Según el Decreto 19, publicado en marzo de 2020 por las autoridades salvadoreñas, los militares y policías están facultados para encarcelar a quienes violan la cuarentena en centros de detención por 30 días. En consecuencia, miles de personas fueron llevadas a centros de detención sobrepoblados y se encuentran bajo condiciones inhumanas.
También se denunciaron abusos de autoridad perpetrados por personal militar y policial a cargo de esas instalaciones en los primeros meses de la pandemia.
El caso de las fuerzas armadas salvadoreñas es un claro ejemplo donde la rendición de cuentas es mínima, ya que tienen más de 220 puestos de control en todo el territorio nacional para verificar el cumplimiento de la cuarentena social, lo que les permite disfrutar de un alto nivel de autonomía en sus actividades.
De manera similar, la intervención de los militares se ha incrementado considerablemente en Honduras. La Secretaría de Defensa Hondureña ha reportado más de 15.000 puestos de control en todo el territorio nacional.
Las fuerzas estatales han sido acusadas de realizar detenciones arbitrarias y abuso de poder en contra de personas acusadas de violar la cuarentena. Manifestaciones pacíficas para exigir alimentos, agua y medicamentos a las autoridades locales y nacionales han sido reprimidas con armas de fuego y gas lacrimógeno. Solamente entre marzo y mayo de 2020,20.000 personas fueron detenidas por no cumplir con las medidas de aislamiento social en el país.
En Bolivia, con el toque de queda controlado por los militares en el contexto de la pandemia y la implementación de puestos de control militar en todo el territorio, fuentes de medios alternativos denunciaron la represión de manifestaciones pacíficas que denunciaban el hambre en distritos que históricamente han apoyado a Evo Morales. Esto es un ejemplo de cómo el contexto de excepcionalidad de la pandemia ha intensificado la represión política.
Al inicio del año, políticos fueron arrestados bajo vagas acusaciones de “terrorismo” y “sedición” por las fuerzas de seguridad, lo que constituye una clara señal del desequilibrio que existe hoy entre civiles y militares en Bolivia.
Rendición de cuentas
América Latina es una región que enfrenta problemas estructurales de acceso a vivienda y servicios de salud que han profundizado la gravedad de la covid-19. Por esta razón se entiende que sea necesaria una acción coordinada por parte de todas las agencias estatales, incluyendo las fuerzas armadas, por supuesto.
El perfil de las fuerzas armadas es compatible con varias funciones clave en la contención de la pandemia. Misiones técnicas, como el apoyo a los cuidados médicos y funciones logísticas, son compatibles con el entrenamiento previo de los militares y no impactan negativamente en el ejercicio democrático. Sin embargo, la urgencia de esta crisis no debe desviar la atención de la relevancia de la rendición de cuentas por parte de los agentes del estado sobre sus tareas, y de su responsabilidad por eventuales abusos y desviaciones.
Por otro lado, la gestión política de la crisis sanitaria, así como las misiones policiales que implican un contacto estrecho entre ciudadanos y militares, deben ser evitadas porque vulneran el balance civil-militar, en detrimento de la democracia.
Los gobiernos de la región que se autodefinen como democráticos tienen el deber de proteger los derechos humanos de sus ciudadanos en cualquier situación, pero sobre todo en momentos de incertidumbre global como la actual pandemia de covid-19.
La versión original de este artículo fue publicada por el Centro de Investigación Periodística (CIPER) de Chile.
Este artículo ha sido publicado originalmente en The Conversation
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