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Opinión · Otras miradas

La verdad del gas

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Pixabay.

¿Cuál es la verdad del gas? La realidad es que el gas no tiene una única verdad sino muchas.  Y, como casi todo en la vida, va a depender de a quién se le pregunte.

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Aquí algunas respuestas: 

Primera verdad. El gas natural es, en realidad, un combustible fósil compuesto básicamente de metano. Su nombre engaña. Y mucho. Aunque, durante su combustión, provoca unas emisiones de CO2 mucho más bajas que otros combustibles fósiles, las fugas de metano en todo el proceso desde su extracción pueden arruinar estas ventajas climáticas: el metano tiene un potencial de calentamiento 86 veces mayor que el del CO2 en un horizonte de veinte años años según el quinto informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC).

Segunda verdad. Durante los primeros años de la década de los 2000, se produjo en España un boom de la infraestructura gasística que pretendía dar respuesta a un aumento de la demanda doméstica, que nunca se produjo, y un deseo de convertir España en un hub de gas natural para toda la Unión Europea. La geoestrategia vinculada a la dependencia del gas ruso contribuyeron a alimentar esta expectativa. Tenemos el 42% de la capacidad de almacenamiento de gas de toda la Unión Europea, 88.000 kilómetros de tuberías y somos medalla de bronce en número de centrales de ciclo combinado (aquellas que utilizan gas natural para producir electricidad). Una infraestructura gasística totalmente sobredimensionada a la que nunca se le dio tanto uso como estaba planeado. Esta infrautilización podría considerarse como algo positivo y señal de un menor consumo de gas si no fuese porque todo este sistema de lujo tiene un reflejo en lo que los hogares pagan en la factura. Durante 2021, por ejemplo, vamos a pagar a través de nuestra factura dos conceptos: por un lado, 24 millones de euros por el mantenimiento de la regasificadora de El Musel, en Asturias, que no ha llegado ni siquiera a ponerse en marcha; por otro lado, 38 millones en concepto de déficit acumulado del sistema que no es otra cosa que un pago debido a la sobrecapacidad de las infraestructuras. Y así cada año.

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Llegados a este punto habrá alguien que esté pensando: “Bueno, al menos ya no estamos pagando por el fiasco del almacén Castor”. Pues ni eso. No lo estamos pagando a través de la factura (algo que sí estuvimos haciendo hasta 2018) pero ahora lo vamos a pagar a través de los presupuestos generales: 1350 millones de euros que el Estado español tiene que pagar a los tres bancos que respaldaron el rescate de este negocio que nunca debió ponerse en marcha.

¿Seguimos?

Tercera verdad. España es uno de los países de la Unión Europea donde los hogares y pequeños consumidores de gas (tiendas, restaurantes, etc) pagan un precio más alto por este combustible. Fuimos segundos en 2019 y cuartos en 2020. En 2008 los precios de la energía en España eran prácticamente iguales a los de la UE, pero en los siguientes 10 años ha habido un incremento de precios muy superior al del promedio de la UE para estos consumidores. Tomando el periodo 2009-2019, y según datos de la Agencia Europea de Cooperación de los Reguladores de la Energía, la electricidad tuvo un incremento de un 47,1% durante ese período en el Estado español mientras que para el caso del gas natural, el incremento fue del 53%, el más alto de toda la UE. Y no se queda ahí la cosa. Resulta que no ocurre lo mismo para los grandes consumidores. Si miramos los incrementos de precios para ese mismo período de la energía que paga el sector industrial, veremos que es muy inferior al incremento soportado por los hogares. Por tanto, podríamos extraer la conclusión de que son los hogares y los pequeños consumidores los que soportan una mayor carga de los costes fijos de un sistema energético que ha sido moldeado y diseñado durante décadas para servir a los intereses económicos y financieros de las élites empresariales del Estado español, a costa del bienestar y de los derechos básicos de las familias. 

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Cuarta verdad. El Estado español es el principal importador de gas procedente de fracking de toda la UE. Quizás muchas personas recuerden el lema más famoso de las movilizaciones anti-fracking: ¡fracking no, ni aquí, ni en ningún sitio! Pues sabed que, aunque en España ahora mismo no se está utilizando esta técnica y está en proceso de prohibirse por ley, sí que estamos alimentando su empleo en otros sitios donde la legislación es más laxa. La cuestión es que el Estado español cuenta con el mayor número de terminales regasificadoras de la Unión (plantas a las que llega en barco el gas natural licuado, es decir, en forma líquida, y se almacena y/o se  devuelve al estado gaseoso para su transporte y uso). Esto, además de caro, como ya hemos visto, es muy goloso. Y ¿de dónde diríais que viene mayoritariamente ese gas natural licuado? Pues lo hace mayoritariamente desde Estados Unidos, donde en los últimos años se ha vivido un auge de las exportaciones de gas procedente de fracking.

Llegados a este punto, sin duda habrá quien tratará de argumentar que esto se va a terminar porque el nuevo presidente de EE UU, Joe Biden, le va a dar la vuelta a la tortilla y ha firmado ya un decreto para prohibir el fracking. Ya. Pero resulta que ese decreto solo afecta a los territorios y aguas federales que, precisamente, no son los más afectados por el fracking. Y además hay cierta preocupación con que el impulso que aparentemente Biden y su administración van a llevar a cabo para que el consumo energético estadounidense provenga cada vez más de fuentes renovables se pueda traducir en un excedente de gas, antes utilizado para el mercado doméstico, que intentarían colocar en el mercado exterior con especial interés en contrarrestar la dependencia europea del gas ruso. Y ¿dónde hemos dicho que están el mayor número de regasificadoras de Europa? Pues eso.

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Y podemos seguir así todo el día, pero, venga, vamos con ya con una última...

Quinta verdad. El lobby del gas se ha beneficiado enormemente de ayudas públicas tanto del Estado español como de otras provenientes de las instituciones europeas. Y tiene intención de seguir haciéndolo. Aunque el gas sea uno de los combustibles fósiles que tarden más en desaparecer de nuestro mix energético, debemos caminar con la mayor ambición y celeridad posible, a un escenario de consumo energético de origen 100% renovable . No podemos dedicar ni un euro más de fondos públicos a nuevas infraestructuras gasistas. Los períodos de amortización de veinte o treinta años de estas inversiones las convertirían, en el mejor de los casos, en activos financieros varados. Y en el peor de ellos, nos atarían a seguir usando este combustible fósil durante más tiempo del que, según las indicaciones científicas,  es compatible para reaccionar ante la crisis climática. Definitivamente, el sector gasístico fósil es parte del problema que nos ha traído a la emergencia climática. Por ello y por mucho más, el gas no es solución.

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