Opinión · Otras miradas
Un balazo en el corazón de El Salvador
Comisión Ejecutiva del Sindicato de Periodistas de Madrid (SPM)
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José Manuel Martín Medem
Comisión Ejecutiva del Sindicato de Periodistas de Madrid (SPM)
Recibió la carta de agradecimiento de monseñor Romero un día después de que lo mataran. Alumna de las monjas asuncionistas pero sensibilizada por el activismo social de las comunidades cristianas, María Luisa d’Aubuisson no sabía entonces que su hermano había organizado el asesinato del arzobispo por encargo de la rancia oligarquía salvadoreña. Le escribió para acompañarlo en su solidaridad con los perseguidos por la represión militar. Y la cariñosa respuesta le llegó en el correo cuando el que la firmaba ya era la víctima capital de los escuadrones de la muerte.
El 24 de marzo de 1980, Marino Samayoa, un sargento de la Guardia Nacional, le reventó el corazón a Oscar Arnulfo Romero durante una misa de difuntos en la capilla del Hospital de la Divina Providencia en San Salvador. Le disparó con un rifle de mira telescópica desde un coche aparcado junto a la entrada de la iglesia. En la preparación del crimen se pusieron de acuerdo el mayor Roberto d’Aubuisson, entrenado para el terrorismo por los militares estadounidenses en la Escuela de las Américas en Panamá, y el príncipe de la oligarquía, Mario Ernesto Molina Contreras, hijo del coronel Arturo Armando Molina, presidente de El Salvador entre 1972 y 1977.
Molina puso el arma y el tirador, un sargento del servicio de seguridad de su padre, y d`Aubuisson organizó al grupo que acompañó y protegió al asesino. La identidad del que disparó fue confirmada por colaboradores de los escuadrones de la muerte a los cooperativistas del Diario Latino. Los detalles de la conspiración los consiguió el periodista Carlos Dada, director del periódico digital El Faro, con la confesión del capitán Álvaro Saravia, guardaespaldas de d’Aubuisson, a quién localizó en su refugio secreto de un país centroamericano.
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En su habitual homilía de los domingos en la catedral de San Salvador, monseñor Romero había hecho un dramático llamamiento a los militares y a las fuerzas de seguridad: “¡En nombre de Dios, les ordeno que cese la represión!”. Al día siguiente lo asesinaron.
Roberto d’Aubuisson murió en 1992 como consecuencia de un cáncer de lengua. El sargento Samayoa desapareció. Y Mario Molina permanece protegido por la impunidad de la amnistía impuesta por la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), el partido de d`Aubuisson, en el acuerdo para el final de la guerra civil.
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Cuando el empresario neoliberal Alfredo Cristiani ganó como candidato de ARENA las elecciones presidenciales patrocinadas por Estados Unidos, sus amigos lo celebraron con el comentario de que “estuvo bueno lo de los mariachis de d’Aubuisson pero ahora hemos llegado los auténticos dueños de la fiesta”. Esa noche, como corresponsal de RNE, conseguí entrevistar al mayor Roberto d’ Aubuisson. Nos encontramos por casualidad en el estacionamiento del hotel donde Cristiani brindaba por su victoria y había evitado la comprometedora compañía del jefe de los escuadrones de la muerte. Con el incendio de la cocaína en su mirada, d’Aubuisson me dijo que “estamos haciendo en El Salvador lo mismo que el generalísimo Franco en España”.
El sacerdote Jesús Delgado, secretario arzobispal de monseñor Romero, sostiene que d’Aubuisson fue el organizador de un asesinato ordenado por caciques de la oligarquía salvadoreña nunca identificados. Delgado repite periódicamente que “tengo establecido quienes decidieron asesinar a Romero y lo publicaré en un libro”.
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