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Opinión · Otras miradas

Ciudadanos y el playback: de la clase media aspiracional a la reaccionaria

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A mediados de los ochenta los programas de variedades eran uno de los platos fuertes de la televisión pública. Presentadores ágiles, humoristas con coletillas repetidas hasta la extenuación, magos y ventrílocuos. Y por supuesto cantantes, nacionales e internacionales, que quedaban como el colofón a una noche de emociones en formato 4:3. Aunque supongo que grabarían en días separados, causaba especial satisfacción imaginarse a tal plantel de estrellas hablando de sus cosas en el camerino: “Robert Smith, mira, te queremos presentar a Rocio Jurado”. En aquellos tiempos la televisión aún se tomaba en serio al espectador. Quizá por eso, si alguno de estos cantantes utilizaba el playback, fingir la interpretación sobre una grabación, un letrerito en pantalla así nos lo anunciaba.

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Con la llegada de las televisiones privadas aquellos educados letreros de advertencia musical desaparecieron. A cambio se nos ofreció populismo televisivo de importación italiana, es decir, chicas ligeras de ropa para todo. Al país aquello le afectó y los años noventa se revelaron como el inicio de una época de fascinación por el ridículo colectivo. Hubo resistentes. Si ven ustedes Acción Mutante (1993), ópera prima de Álex de la Iglesia, uno de los protagonistas da un encendido discurso a su peculiar grupo subversivo: “el mundo está dominado por niños bonitos, por hijos de papá, basta ya de mierdas light, de anuncios de coches, de aguas minerales. No queremos oler bien, no queremos adelgazar. Sólo quedamos nosotros, amigos míos. Todo el mundo es tonto o moderno”.

Entre Acción Mutante y el salto de Ciudadanos a la política nacional pasaron algo más de dos décadas, pero se hace difícil no pensar en Rivera, Arrimadas y compañía al leer esta invectiva. Los naranjas aparecieron en el momento que más falta hacían, como Los vengadores del Ibex 35. La Gran Recesión dejó muchas cicatrices pero sobre todo la sensación de que lo que había valido hasta entonces había dejado de valer. Podemos entendió aquello y se presentó como los nuevos portadores del descontento popular, lo que les funcionó. Los morados fueron preocupación para los poderes establecidos pero, más aún, todo ese quinquenio de la protesta donde mucha gente salió durante mucho tiempo a la calle. Los sillones de cuero de las torres acristaladas, por muy altos que estuvieran, sintieron la conmoción.

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Y fabricaron a Ciudadanos como los científicos de Jurassic Park fabricaban los dinosaurios, tomando la genética de un partido nacionalista español surgido en Cataluña contra el independentismo y mezclándola con frases motivacionales, ideología de la no ideología y gente guapa. Y también les funcionó, al menos en la medida suficiente para crear la bisagra del bipartidismo. Rivera pudo haber formado gobierno con el PSOE en un par de ocasiones, pero el único apoyó que acabó constatándose fue al Rajoy moribundo por la Gürtel. Cuando más alto estaban en las encuestas llegó la moción de censura de la primavera de 2018, un movimiento que les dejó fuera de juego. Estar arriba no es decisivo cuando la astucia y el arrojo son de otros: Iglesias supo ver cómo podrían ser las cosas, Rivera tan sólo lo imaginó ebrio de codicia.

En febrero de 2019 llegó Colón, donde esa genética primigenia, que se expresaba mediante pulsiones esporádicas, tomó definitivamente ventaja sobre el partido del diseño y la ginebra rosa. Ciudadanos había triunfado en las elecciones catalanas del 155 y el procés, aún descarrilado, seguía marcando la política española. Sánchez tenía que aprobar unos presupuestos y había que apretar, se sabía que el Gobierno era débil y se intuía que la legislatura iba a ser corta. Rivera pensó que su papel de bisagra se le quedaba pequeño y que ante un Casado torpe y agostado era el momento de intentar ser el primero, al menos en la derecha. Rivera no era la primera vez que había probado lo de acabar con alguien, que se lo pregunten a UPyD. De aquel partido de diseño, en aquella plaza de Colón, ya sólo quedaban como parapeto una banderas LGBT tras las que hacerse la foto.

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A Ciudadanos se le sacó de una probeta, quizá sin contar con que el instinto y la codicia siempre queda por encima de la función encomendada. Y, en esa relación de doble vía que los partidos tienen con sus electores, los de Rivera se auparon sobre una capa de la población a la que dieron forma. La clase media aspiracional, aquellos a los que la crisis les arrebató lo que pensaban que era suyo: gente que caminaba impulsada entre el recuerdo del PAU floreciente y la hipoteca a cuarenta años. Estaban también descontentos, pero nunca se atrevieron con Podemos porque preferían antes el todoterreno del jefe que esa memez de la justicia social. Quizá ya no podían tomar el ascensor social, pero querían pensar que sí al ver a aquel Rivera posando arremangado, jugando al billar, en la portada del Vanity Fair. Si él había podido, ellos también podían. Hacer política sobre lo que ya existe es bastante más sencillo que proponer una alternativa.

Los que nunca se creyeron los trucos semánticos errejonistas, sí quisieron creerse él “ni rojos ni azules” de Rivera porque podían ser de derechas sin que quedara feo. Sin embargo, el otoño rojigualdo de 2017 cambió muchas cosas, dio la posibilidad a algo que llevaba incubándose tiempo: un proceso de involución en España. Ciudadanos contribuyó a que la clase media aspiracional pasara a ser la clase media reaccionaria, junto con el PP, al dar estatus de normalidad a Vox con sus pactos municipales y autonómicos. Los ultras no sólo habían conseguido influencia institucional, sino que además tenían toda la atención de aquel segmento social. Cuando nos quisimos dar cuenta, los que aspiraban al todoterreno habían añadido una pulsera rojigualda al traje de mando intermedio.

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Inés Arrimadas, que nunca fue diferente de Rivera, sino probablemente más radical en su impostura, le tocó lidiar con el derrumbe y entre cascotes vio la oportunidad de recuperar el papel de bisagra antes que el de azote: era lo único que le quedaba aunque probablemente ya nadie lo comprendiera. Sánchez recibió el cambio de postura con interés, para reequilibrarse, temeroso de quedar demasiado condicionado por UP. La desastrosa maniobra murciana hunde sus raíces en esta situación, pero no tuvo en cuenta no sólo que el PP sabe tanto de maletines como de componendas, sino que lo que quedaba de Ciudadanos, que se formó apresurado por gente de moral ambiciosa, estaba ya pensando en donde asentar su carrera. Un barco puede hundirse, una rata siempre sale a flote.

Teodoro García Egea y Francisco Hervías se estaban ya encargando, a espaldas de Arrimadas, del desguace. Nos falta aún por ver lo mejor, probablemente episodios de sonrojo que se taparán con la coartada, tan peligrosa como infame, de la ilegitimidad de la coalición progresista: las próximas elecciones en Madrid pueden configurar un bloque de Colón donde ya nadie se intentará justificar bajo una bandera arcoíris. Con la caída de Ciudadanos en desgracia, difícilmente reparable, ya no se trata de ver si será el PP o será Vox quien acaudille a la derecha española, sino si lo ultra es quien se hace al final con ese mando, bien a través de Vox bien a través del PP. Que ese accidente histórico llamado Ayuso obtuviera una victoria sería preocupante para la izquierda, pero aún más para Pablo Casado, al que se le empezaría a poner cara de Arrimadas mientras aplaude. Para uno, que tendría que volver a su papel de chico malo, ya son demasiados cambios de guion. Para la otra no es más que la magnificación de su papel.

Aguado, daño colateral por ser más cobarde que audaz, se quejaba de los medios a través de las redes sociales sin enterarse aún de lo sucedido. Algún dirigente naranja le ha seguido la corriente, tarde y mal. Arrimadas ya es poco más que aquellas señoras que se paseaban por París declarándose la zarina Anastasia, exigiendo el trono de Rusia, cuando sabían en el fondo de su demencia que a lo más que podían aspirar es que alguien saldara lo debido en absenta y pensión. Ninguno de ellos parece entender que, cuando en vez de nacer te nacen, eres mucho menos importante de lo que los cronistas dijeron de ti. Ciudadanos, al que el sistema mediático siempre trató entre algodones, ya no vale para nada ni representa a nadie: ¿para qué se necesitan bisagras en una batalla a cara de perro?

Albert Rivera, todo Ciudadanos, eran como aquellas figuras de la televisión de los ochenta: nunca pasaron de hacer otra cosa que playback. Lo peor es que, como en el caso de Milli Vanilli, fingían cantar sobre una voz que ni siquiera era la suya. Tuvieron todo de cara, al final se han quedado sin nada. Lo peor es que, a diferencia de entonces, a nadie se le ocurrió poner un letrero que nos avisara al pie de la pantalla.

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