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Opinión · Otras miradas

Madrid, la alegría ya viene

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La Gran Vía de Madrid. EFE

Yo, que era una joven de provincias, siempre deseaba venir a Madrid. Iba a la calle Fuencarral y miraba esas tiendas de zapatos modernos, que por supuesto no vendían en mi pequeña ciudad. Mientras tanto, nos cruzábamos con esos punkis con sus crestas de colores, esa gente tan pintoresca y moderna que yo miraba asombrada y encantada. Madrid, por entonces, también era mis abuelos y su amor incondicional hacia sus nietos. Madrid era un cobijo al que siempre querer llegar, oxígeno dentro de una vida más tranquila y también más aburrida.

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Entonces paraba por el barrio de Campamento, el de mis abuelos y donde creció mi padre, un barrio humilde y trabajador, con su trasiego al metro, sus túneles bajo la M30 con graffitis y alguien tocando una guitarra desafinada. Los paseos con mi abuelo por la Casa de Campo (cuando nada parecido a Filomena hubiera arrasado todo), la recogida de piñones, la mano dura y a la vez tierna de un hombre bueno y trabajador. Todo eso era para mí Madrid, desde los ojos de una niña que veía la gran ciudad con ojos de exploradora. Poco de eso queda ya.

Ahora me encuentro ante un Madrid hostil, en un barrio otra vez humilde, esta vez Usera, pero con grandes desigualdades, ruido, contaminación, paro y miseria. Este es uno de los barrios de mayor migración de la Comunidad, y por tanto, de mucha pobreza. Y esta es una ciudad en la que ya no tenemos tiempo para los demás, no conocemos a nuestros vecinos, pasamos por ella para consumir y producir, pero sin dejar rastro, sin espacios comunes públicos en los que convivir.

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Es cierto que algo habría entonces de idealización en esos ojos de niña, pero este año, pandemia mediante, he dejado de querer habitar esta ciudad. Una ciudad que cada vez nos expulsa más a los márgenes, y en la que en esos mismos márgenes hemos estado confinados perimetralmente, mientras otros barrios seguían abiertos porque la renta per cápita por habitante valía más que nuestros derechos.

Me duele el Madrid de la Cañada Real sin luz, con sus menores a punto de congelarse, de los barrios llenos de basura tras Filomena, de los hospitales colapsados con sus sanitarios desbordados, pero sobre todo me echa el Madrid de la extrema derecha en las instituciones, del retroceso en derechos y libertades, del aumento de la intolerancia y del odio.

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Me duele una Madrid sin su EVA, ni su Ingobernable ni su Casa de Cultura, o su CasaBlanca o su Patio Maravillas, un Madrid sin unas calles llenas de mujeres un 8 de marzo. Una ciudad donde se dejó morir a sus mayores solos en residencias, la ciudad donde mayor ingresos por covid en UCI hay actualmente, mientras sus bares siguen abiertos de par en par, algunos con propaganda electoral pro Ayuso incluida, cuando por otro lado, es la única Comunidad que no ha aportado ayudas directas a la hostelería.

La capital del Estado situada en el mapa por la Gürtel y la Púnica. La villa de Madrid, la ciudad del expolio de los servicios públicos y de los contratos a dedo. La Comunidad en la que su presidenta, construye un hospital de pandemias, con un sobrecoste que sigue creciendo cada semana. Un hospital que ahora vacuna con rapidez (no olvidemos que estamos en campaña), pero que fue viral por la comida mohosa que daban a los enfermos y por accidentes laborales en su construcción. Porque si hay algo que nos falta, en general, es la memoria y es algo que no debemos practicar en estas elecciones.

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Por todo ello, ojalá un Madrid que merezca la pena ser vivido, donde las personas importen más que los pelotazos urbanísticos o las viviendas de lujo y fondos buitre construidas sobre centros sociales y desahucios. Ojalá un Madrid del progreso y la evolución, de la convivencia y lo diverso, frente a quienes quieren llevarnos de regreso al pasado. Ojalá un Madrid que proteja a los ciudadanos (a todos, no solo a los de Núñez de Balboa), y que blinde sus servicios públicos, para que nunca más vuelvan a usurparse.

Tampoco en Cádiz parecía posible que dejara de gobernar el PP después de 24 años de mandato de Teófila Martínez y, sin embargo, el partido del Kichi pudo ganar la partida. “La ilusión va a vencer al miedo”, me dijo entonces José María González Kichi, una semana antes de que su pronóstico se hiciera real. Madrid, “la alegría ya viene”, como ocurrió en las ciudades del cambio en España y como mucho antes, en Chile, se usó ese slogan para echar al genocida Pinochet en la campaña de la opción “No” en el plebiscito nacional de 1988.

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