Opinión · Otras miradas
¿Un dilema existencial?
Director del Observatorio de la Política China
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La sombra de una nueva guerra fría se cierne sobre el sistema internacional. La política occidental hacia China va camino de plantearse como un verdadero dilema existencial entre democracia y autocracia, tocándose a rebato para una demonización sin matices que garantice el apoyo de la opinión pública a la estrategia de presión evocando desacoplamientos económicos, telones digitales y otros parte aguas justificados en función del avance de la “mayor amenaza sistémica” de la posguerra fría.
Estados Unidos, sin apenas diferenciación en este aspecto entre Donald Trump o Joe Biden, lidera un llamamiento a cerrar filas en el mundo occidental que prioriza los ámbitos ideológico, político y estratégico pero con consecuencias también en lo tecnológico, comercial y económico. En esta nueva cruzada, la UE y otros países como Japón, Corea del Sur, Australia, India, etc., entre la espada y la pared, se ven obligados a elegir, conminándoseles a arrimar el hombro para defender el orden mundial “basado en reglas” (que no es sinónimo necesariamente del derecho internacional) que comanda Washington.
Así las cosas, toda perspectiva relacionada con China, ya nos refiramos a su política interna o exterior, es objeto de condena y/o sospecha. No interesa contextualizar su transformación o evolución –también involución-, matizar o relativizar sus fortalezas en tantos ámbitos sino que lo único importante es cómo queda afectada nuestra posición con su emergencia. Con su propósito de “dominio global”, China representa una amenaza colosal para la supervivencia del mundo libre. Y punto.
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¿Se enmascara de dilema existencial un problema de otra naturaleza? ¿El Partido Comunista de China representa una amenaza para la democracia estadounidense u occidental? ¿Es certera esa imagen de China como un país exportador del comunismo encaminado a socavar la democracia liberal?
China sigue siendo un país complejo, con una identidad muy singular al igual que una trayectoria histórica que no debiéramos pasar por alto, como tampoco sus múltiples problemas y contradicciones. También con su propia visión del mundo y de sí misma, consciente de sus muchas taras que le obligarán a mirar hacia dentro durante bastantes años. Cualquier simplificación, interesada o no, nos llevará de cabeza a errores de juicio.
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Por otra parte, el supremacismo intelectual occidental parece desdeñar cualquier originalidad diferenciadora y da por hecho que nuestros “ideales y valores” aportan por sí solos la ingente capacidad necesaria para transformar una civilización que tiene en su haber más de 4.000 años de historia que ahora se reivindica sí, pero con nulo empeño mesiánico.
El dilema existencial no deviene de la tensión con China, a no ser por las advertencias esgrimidas por Henry Kissinger -la mezcla de fuerzas económicas, militares y tecnológicas de las dos superpotencias conlleva más riesgos que la Guerra Fría con la Unión Soviética, dijo recientemente- sino por el deterioro y la pérdida de calidad democrática de nuestros sistemas, víctimas de la insaciable voracidad de las oligarquías y de una nula voluntad reformista en ámbitos sustanciales, desde el combate a las desigualdades al regreso del Estado y lo público.
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Si Joe Biden quiere librarse del legado de Trump en la política exterior, sería aconsejable que se desmarcara de las tesituras del tipo “comunismo o libertad”, rebajando la tensión y optando en la estrategia hacia China por un enfoque más dialogante y cooperativo. Podrá influir más tendiendo puentes que levantando muros, del tipo que sean. Y apostando por coexistir y no por doblegar.
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