Opinión · Otras miradas
Irune, Sara y las vidas de otras muchas mujeres
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En la violencia de género hay muchos casos que apenas tienen repercusión pero que evidencian, una vez más, las situaciones en las que el sistema falla a las mujeres y que la justicia no responde siempre como debiera. No solo les falla a ellas sino, aún peor, a sus hijos e hijas, sin velar por el interés superior de esos menores.
De Ángela Carreño y de Juana Rivas ya sabemos cómo han respondido los tribunales, producto de la falta de perspectiva de género. Pero hoy quería recordar dos casos que pueden marcar el futuro de otras muchas mujeres. Son los casos de Irune Costumero y de Sara.
Esta semana, Irune Costumero ha conseguido sentar ante la justicia cuatro funcionarios de la Diputación Foral de Bizkaia. Están acusados de prevaricación administrativa, maltrato y lesiones psíquicas. ¿El motivo? Este servicio le retiró a su hija, a pesar de tener custodia compartida. La excusa fue el falso Síndrome de Alienación Parental (SAP), sin aval científico de ninguna organización internacional.
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El gran horror del SAP es que acusa a las madres sin fundamento clínico de poner a los hijos contra la figura paterna. Eso provoca aplicar una “terapia” que consiste en retirar a esos menores de sus madres. Así fue en este caso cuando, sin orden judicial, la Diputación asumió la custodia de la menor y se la cedió al padre de forma provisional.
Si tras el caso de Ángela González, la ONU ya dio a España un aviso de la violencia institucional que ejerció (la hija de Ángela fue asesinada en un punto de encuentro por su padre, tras interponer más de cincuenta denuncias), la historia se repite. La ONU, tras conocer su caso, volvió a pedir a España explicaciones del por qué se sigue aplicando este falso síndrome, con las terribles consecuencias que tiene en las relaciones entre las madres y sus hijas e hijos.
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Junto a Irune otro caso alarmante es el de Sara, en Extremadura. En la revisión de uno de sus embarazos, los médicos detectaron la ansiedad que tenía, como consecuencia de malos tratos. Ella no quería denunciar, pero el servicio médico inició el proceso. La denuncia, como tantas, fue sobreseída. Una de las razones fue la tardanza en denunciar para una mujer con su nivel de formación y cultura, según el juez. De nuevo, el foco sobre nosotras y no sobre lo denunciado. De nuevo, la falta de perspectiva de género impide, desde el inicio, que este caso se considere como tal.
También se archivaron las denuncias de oficio del centro de salud por posibles abusos sexuales de la mayor de sus hijas por parte del padre. Y ello a pesar de que los informes de psicólogas sostenían que el relato de la menor era creíble. A partir de aquí, madre e hijas quedan expuestas a un calvario judicial. Una jueza concede la custodia al padre, incluida a la de la hija menor, a la que ni siquiera había reconocido como hija.
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Esto no queda aquí. Poco después, él denuncia a la madre por sustracción de menores, pero es que Sara nunca huyó con sus hijas. Sara nunca recibió ningún escrito ejecutorio del auto judicial que debía establecer cómo y dónde debía entregar a las niñas, y ella vivía en una casa muy cercana a la de él. Un día, cuando Sara acude a recoger una notificación judicial, es detenida y llevada al calabozo. Le retiran a sus hijas y escucha cómo ellas, llorando, son obligadas a irse con su padre.
A Sara la obligan a desnudarse completamente y a ponerse de cuclillas para mirar la zona perianal por si tuviera algo, a pesar de haber pasado por un arco detector de metales. Es retenida más tiempo del previsto, a pesar de solicitar el habeas corpus. Dos de las juezas han sido expedientadas por el Consejo General del Poder Judicial y refieren que su actuación es propia de “los oscuros y nefastos modus operandi del marco jurídico del medioevo". Reconoce, además, que la jueza "actuó fuera de su jurisdicción" careciendo de "competencia y de cobertura legal que justificase su actuación". Sara, apartada de sus hijas y con sus derechos fundamentales violados, se enfrenta a una condena de prisión de cuatro años por secuestro y cuatro de inhabilitación de la patria potestad.
De los casos de Irune y Sara dependen sus vidas y las vidas de otras muchas mujeres. Ellas han expuesto, una vez más, la situación de los puntos de encuentro, el cómo son ignoradas a pesar de las denuncias, el cómo no aplicar la perspectiva de género desde el principio hace que la justicia convierta a las víctimas en culpables de una situación que ellas no han originado ni motivado. Sus casos dejan, una vez más, la muestra de que la justicia española sigue fallando a las mujeres maltratadas y a sus hijos e hijas. Y al final, poco paga la justicia en comparación con el alto precio que pagan estas madres para siempre.
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