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Opinión · Otras miradas

¿Hacia dónde va la política exterior de Biden?

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En un discurso virtual, pocas semanas después de su toma de posesión como el 46° presidente de los Estados Unidos, Joe Biden anunció solemnemente que su país y la relación transatlántica estaban “de vuelta”. El marco no podía ser más simbólico: la Conferencia de Seguridad de Múnich había dedicado su edición anterior, semanas antes de que se desatara la pandemia, a perorar sobre un mundo “sin occidente”, en el que las amenazas se acumulaban dentro y fuera de unas democracias liberales fatigadas, incapaces de restañar sus heridas o de colaborar entre ellas. Un año después, con medio mundo cerrado y el recuerdo aún reciente del asalto trumpista al Capitolio, el escenario en Múnich parecía bien distinto.

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La escenificación del gran retorno norteamericano, piedra angular de los discursos de política exterior de Biden durante la campaña presidencial, fue recibida con júbilo por la clase política europea, feliz de volver a tener un atlantista comprometido en el puesto de mando de la Casa Blanca. Como contrapartida, Biden evitó pronunciarse sobre todos los problemas no resueltos -el gasto militar, las relaciones comerciales e industriales, el conflicto regulatorio sobre la economía digital o la posición de la UE hacia China- que habían lastrado la relación transatlántica durante los largos años de Trump. Su discurso elogió la alianza como la “sólida base” de la seguridad colectiva y la prosperidad compartida de sus socios, e insistió repetidamente en la necesidad de reconstruir los lazos de confianza que permitirían restaurarla, sanarla, y proyectarla con firmeza hacia el futuro. Las intervenciones posteriores de Merkel y Macron apenas se desmarcaron de ese registro solemne y carente de contenido real.

Más allá de aquellas abstracciones, hasta ahora ha sido difícil imaginar qué significa realmente que Estados Unidos haya decidido “regresar” a su posición en el mundo, ni en qué se va a concretar su compromiso con la revitalización de la alianza atlántica. Durante los largos meses de campaña electoral y en los inicios de su presidencia, Biden no ha dado demasiados detalles al respecto, más allá de apelar repetidamente a una alianza de las democracias liberales para frenar el auge de las autocracias -una forma no muy velada de idealizar la competición hegemónica con China y la retórica de confrontación con Rusia-.

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Las propuestas más sorprendentes de su presidencia en política exterior, como la posición sobre la propiedad intelectual de las vacunas, la propuesta de creación de un impuesto mínimo global para las grandes corporaciones, o el reciente e improvisado anuncio de una alternativa “occidental” al gran plan chino de infraestructuras globales, muestran la voluntad de recuperar la iniciativa en los foros multilaterales, pero de momento están lejos de dibujar una visión estratégica coherente del papel que Estados Unidos quiere desempeñar en la gran fase de reconstrucción geopolítica que se avecina. El compromiso de Biden para aumentar los presupuestos militares de Trump, su papel aquiescente en la última crisis de Oriente Medio, o la prolongación de las políticas migratorias de las administraciones anteriores dan cuenta de la relatividad de esa vocación, y de sus muchos elementos de continuidad con un orden que fue diseñado para un mundo que ya no existe.

¿A dónde quiere regresar exactamente Biden? Creo que, al menos hasta el momento, la lógica de sus posiciones en política exterior ha sido esencialmente derivada de las necesidades de su política interior. En un artículo escrito hacia el final de la campaña de las primarias demócratas, que lleva el significativo título de “Por qué Estados Unidos debe liderar de nuevo”, Biden explica que la capacidad del país para ser una fuerza global comienza en casa, y defiende articular una “política exterior para la clase media” que tendría como objetivo principal sanar las heridas internas del país. En palabras del Asesor de Seguridad Nacional Jake Sullivan, esto requiere preguntar, para cada decisión que se adopte en política exterior, si hace la vida “mejor, más segura y más fácil para las familias trabajadoras” en los Estados Unidos, una convicción inspirada en el hecho de que “el desafío de seguridad nacional más profundo que enfrenta el país es poner orden en nuestra propia casa”. Sólo la reconstrucción interna de la paz social, dicho de otra manera, puede restablecer el papel de Estados Unidos en el mundo, permitiéndole enfrentar los desafíos urgentes que se avecinan desde una posición de fuerza. La restauración doméstica, pues, precede como una premisa a la restauración exterior.

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Sin duda, la presión social sobre las posiciones estadounidenses en política exterior no es un condicionante nuevo. Pero en la hora de una profunda crisis de globalización, y especialmente tras los traumáticos acontecimientos que precedieron la toma de posesión de la administración Biden, la forma en que las políticas internas y externas parecen estar vinculadas entre sí muestra hoy en día una naturaleza específica. El secretario de Estado de Biden, Anthony Blinken, sintetizó este enfoque en una fórmula abstracta que presenta lo interno no solo como el fin último de la política exterior, sino también como su condición material de posibilidad: “La política exterior es política interna, y puesto que nuestra fuerza en casa determina nuestra fuerza en el mundo, la política interior es también política exterior”. Esta parece ser la razón por la que la polarización política y la crisis institucional de la democracia estadounidense se presentan como un desafío decisivo para la seguridad nacional. La posición hegemónica de Estados Unidos en el orden de la globalización no sólo está amenazada por sus potenciales contendientes, sino también y esencialmente por las contradicciones internas que ese orden ha generado en casa.

Las consecuencias de este enfoque para la proyección exterior norteamericana (y, como corolario de esta, para el futuro de la relación transatlántica) son relevantes. Durante las últimas tres décadas esa proyección se ha basado en un consenso político interno construido sobre los beneficios del libre comercio, la integración económica y el dominio militar asociados al “orden liberal internacional” que el país impuso como única alternativa posible en el mundo de la posguerra fría. Hoy, cada uno de los pilares de ese consenso no sólo está gravemente erosionado, sino que ha sido objeto de una politización agresiva dentro y fuera de los dos principales partidos estadounidenses, lo que dificulta la reconstrucción de la confianza en la lógica política de la globalización. La base sobre la que se ha apoyado la política exterior norteamericana en los últimos 30 años está afectada por una profunda crisis material e ideológica, que compromete gravemente su estabilidad y su proyección hacia el futuro.

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Es fácil adjudicar la causa de esa crisis al estilo contencioso de unos cuantos líderes y facciones populistas que han sembrado el desorden dentro de ambos partidos. Pero si asumimos que la deriva política de los Estados Unidos durante la última década no es simplemente el resultado de una cuestión retórica y coyuntural, sino más bien de una lógica política que expresa la erosión y la fragilidad de los cimientos de un orden global de gobernanza hasta hace poco incontestado, entonces la cuestión del “retorno a la normalidad” se vuelve mucho más problemática. Si la presidencia de Biden se ve presionada por el espectro del resurgimiento violento del trumpismo (pero también por el crecimiento sostenido de un ala izquierda que, trascendiendo los límites de las críticas antiimperialistas tradicionales, hoy desafía los discursos hegemónicos sobre la globalización de una manera ambiciosa y constructiva), es porque la crisis que está en el origen de esas expresiones políticas queda lejos de haberse resuelto. Por eso no es suficiente para Biden repudiar el trumpismo o proclamar que Estados Unidos va a retomar su lugar en el mundo. Para abordar esa crisis y restaurar la posición hegemónica del país en la escena global, se necesitará un esfuerzo de reorientación económica que pueda traducirse en efectos tangibles e inmediatos en la vida de sus ciudadanos.

El programa económico de Biden, un intento de reconstrucción material e ideológica de la clase media combinado con la reorientación de las capacidades industriales y redistributivas del Estado norteamericano, parece apuntar precisamente en esa dirección. Después de un gesto inicial en la misma línea, Europa ha desistido inexplicablemente de seguir ese camino, un recordatorio de que estos esfuerzos se verán limitados tanto material como políticamente, y que su éxito queda lejos de estar garantizado.

En cualquier caso, el futuro de la política exterior norteamericana (y, debido a la posición de poder global que aún mantiene el país, la plausibilidad de reformar un orden multilateral agonizante) parece estar profundamente ligado a las transformaciones en curso de la economía política en los Estados Unidos, y de la capacidad de arrastre que tengan sobre una Europa hasta ahora paralizada por sus contradicciones internas. Aquí también, las esperanzas de reforma tienen, hoy por hoy, un carácter derivado. El orden de gobernanza global que resulte de este escenario, sin embargo, difícilmente asumirá la forma de una restauración o un regreso al pasado.

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