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Opinión · Otras miradas

Mujeres, raza, clase y Rocío Monasterio

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"¡Lo vamos a deportar!", atronó la voz de Rocío Monasterio en la Asamblea de Madrid, amenazando al diputado de Unidas Podemos Serigne Mbayé. Oigo a la diputada de Vox y sé que está yendo más allá de las violencias simbólicas (esas que señalan, estereotipan, amenazan y anticipan la violencia real), ya que detecto también en su voz una violencia silenciadora, es decir, una orden, que en forma de eco, de reminiscencia, actúa en mi cerebro como la magdalena de Proust y me transporta a otro sitio, a una hacienda azucarera de la costa sur de Cuba, propiedad de la familia Monasterio antes de que Fidel mandara parar. En el tono de su señoría me resuena el eco de la voz del capataz.

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Lo único bueno de la extrema derecha es que desvelan sin tapujos su racismo, machismo y su profundo clasismo y creo que lo hacen porque ellos sí que entienden, y por lo tanto sintetizan fácilmente, que racismo, patriarcado y clasismo son, en el fondo, lo mismo. O al menos tienen una misma causa: son formas de discriminación, constructos culturales, que pretenden degradar a un grupo de seres humanos para explotarlos más y con menos resistencias.

Me resulta tan obvio que a veces me sigue sorprendiendo la naturalidad con la que se acepta la intencionada separación de estas tres esferas de dominación. No pretendo dar lecciones, pero sí recomendar lecturas a aquellos que creen que el feminismo, el antirracismo y defender a la clase trabajadora son espacios en competencia. A mi juicio, un error fatal en tiempos en que el capitalismo se está reinventando y refinando formas de acumulación y lo está haciendo sobre las partes más vulnerables de la cadena: mujeres, jóvenes precarios y personas racializadas.

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Puede que me equivoque, pero no me parece casual que en los últimos años las olas de protesta más importantes y masivas en occidente sean el movimiento feminista (desde Argentina a Polonia) y el antirracista Black Lives Matter y su enorme ola de simpatía, a pesar de haber protagonizado los mayores disturbios raciales en EEUU desde los años 60. No es casual. El capitalismo sale de esta crisis con más precarización de las vidas con menos derechos y, como es lógico, éstas se rebelan, hartas, de muy distintas formas.

Por eso rescato un libro escrito hace 40 años, Mujeres, raza y clase, de Angela Davis, que, desde un análisis de las luchas del pasado en su país (EEUU), parece anticipar el presente y darnos una pista para el futuro. Davis analiza la historia de las luchas abolicionistas contra la esclavitud, la sufragista por el derecho al voto de las mujeres y las de la clase obrera estadounidense, en un momento en que confluyeron en el tiempo. Extraigo y comparto dos lecciones hermosas que encuentro en el texto, por si les son útiles:

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A pesar de los desencuentros e incluso firmes oposiciones entre sí (sufragistas que creían que la causa abolicionista era secundaria, abolicionistas de la esclavitud firmes defensores de la explotación capitalista del trabajo o trabajadores que creían que la lucha de las mujeres debilitaban sus posiciones), Angela Davis se encarga de encontrar y destacar las muchas veces que esto no fue así, rescatando y volviendo audibles las voces de los y las que nunca “cayeron en la trampa ideológica de insistir en que una causa era absolutamente más importante que la otra”.

De los muchos ejemplos de esta trasversalidad de acciones, Davis concluye con un “pudo haber sido”, no basado en un deseo, sino en la posibilidad real de haber sido más fuertes si se hubiera cimentado: “Una alianza que englobara a las fuerzas del trabajo, a las personas negras y a las mujeres. Si, como dijo Karl Marx, la fuerza del trabajo en una piel blanca nunca podrá ser libre mientras la fuerza del trabajo en una piel negra esté marcada con hierro candente, las luchas democráticas de aquella época -especialmente la lucha por la igualdad de las mujeres- podían haberse librado más efectivamente asociándose a la lucha por la liberación negra”. Tomemos nota.

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Pero quizá la más bella lección del análisis histórico de Angela Davis sea algo que sabe cualquier activista, que trabajar en alianza con otros es, ante todo, un aprendizaje que nos mejora: “El hecho de trabajar dentro del movimiento abolicionista hizo que las mujeres blancas conocieran la naturaleza de la opresión de los seres humanos y este proceso de aprendizaje también les permitió extraer importantes lecciones acerca de su propia subyugación”.

Defender la interseccionalidad, la mezcla, la alianza, la mirada compartida nos hará más útiles y, sobre todo, nos puede ayudar a entender por qué la narrativa neoliberal contemporánea se empeña, con bastante éxito, en hacernos creer que basta con una correcta actitud moral individual para no sentirnos apelados como sociedad racista, machista y explotadora. Vuelvo a Monasterio para ejemplificarlo: el problema del racismo en nuestra civilizada Europa no son las peroratas de la extrema derecha, el problema es la Frontex.

No se confundan, aplaudo la diversidad de luchas y que cada uno y cada una elija la que más le afecte o más le indigne -la profusión de luchas es increíblemente diversa, tanto como las injusticias que combaten-. En lo que insisto, utilizando a Davis, es en miradas integradoras y actitudes solidarias. ¿Por bondad? No, porque nos hace más fuertes.

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