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Opinión · Otras miradas

China, el PCCh o Xi: ¿cuál es el problema?

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Para los países desarrollados de Occidente, China se ha convertido en un problema. O en un trilema. En efecto, primero, la escala del país y su imponente desarrollo económico y tecnológico junto a su firme voluntad de no ceder soberanía ni alinearse con sus tesis, supone un reto difícil de encarar. Esa resistencia china a seguir un camino dependiente, sin duda, explica parcialmente el proceso de demonización al que estamos asistiendo en los últimos años, avanzando imparable desde su negativa a conformar un G2 con EEUU. China ha pasado a ser una amenaza. Nada hay positivo ya que provenga de dicho país. Ese aserto ayudará a facilitar la comprensión y adhesión de la opinión pública occidental a las estrategias de confrontación que todo lo supeditan al anhelo de hacer fracasar su ascenso o, al menos, contenerlo, de forma que la hegemonía occidental pueda prevalecer sin contratiempos.

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Tal factor exterior tiene una considerable importancia en el aluvión de antipatía que reflejan algunas encuestas de opinión a propósito de la evolución de la imagen internacional de China. La encuestadora Pew Research Center, con sede en Washington, ofreció resultados que muestran opiniones muy desfavorables entre las economías más avanzadas del mundo. La caída de la imagen china sigue ubicándose cerca de niveles récord. Su argumento, además del previsible de los derechos humanos, es que existe “poca confianza en el presidente chino, Xi Jinping, para manejar los asuntos exteriores de manera responsable”.  Y ello hace tal mella en la dirección del país que hasta el propio Xi apeló a finales del mes de mayo a propiciar un giro en la narrativa exterior de forma que esa asociación negativa pueda ser contrariada. La primera cabeza en rodar fue la de He Ping, quien “no desempeñará más” el cargo de editor en jefe de Xinhua, la agencia oficial de noticias, sustituido por Fu Hua.

Si desde el exterior se pretende influir en el proceso chino recurriendo a las críticas en materia de derechos humanos o similares, probablemente se consiga muy poco o quizá incluso lo contrario de lo deseado, es decir, el fortalecimiento de los sectores más intransigentes. Trazar puentes quizá fuera más efectivo. Por otra parte, si el PCCh quiere mejorar la imagen de China en el mundo debe administrar una reacción que no le haga perder la cara ante la propia sociedad pero con gestos igualmente audaces. La mera condena de las críticas como “injerencia externa” no resulta una defensa efectiva.

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Pero no es fácil. A Occidente le convenía una China convertida en “fábrica del mundo” con salarios bajos y mano de obra abundante para que nuestras multinacionales pudieran engordar beneficios allá y rebajar derechos aquí. Podría no importarle que China se convirtiera en un Japón grande, un gigante económico, incluso por delante de EEUU en términos absolutos, siempre y cuando políticamente no disintiera. Pero la revitalización que promueve el PCCh se resiste a esa idea. China quiere ser un gigante integral. Y Xi quiso dejarlo claro el 1 de julio: “Ya no nos pueden parar”, vino a decir. El PCCh ha convertido el nacionalismo en mucho más que un recurso para reforzar su liderazgo social; es una seña de identidad clave de su proyecto histórico e ideológico.

¿El problema del PCCh es Xi? Internamente, muchos le consideran el gran baluarte que ha salvado al PCCh con su dura campaña contra la corrupción, contra la compra a trozos del Partido por los nuevos poderes económicos, resucitando el ideario fundacional como única servidumbre admisible, el valor de lo público o la propagación del Partido a gran escala, inundándolo todo.

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El fortalecimiento de la disciplina interna ha sido un trazo destacado de su mandato. Disciplina frente a la corrupción. Disciplina frente a la laxitud ideológica. Disciplina para encorsetar a los poderes empresariales emergentes. Todo ello ha favorecido cierto saneamiento pero también a costa de enrarecer la atmosfera política interna. Todos saben que en todo ello no hay una mano absolutamente virtuosa sino también intereses espurios que atienden a la necesidad de cimentar su base de poder. El acotamiento del debate (discusiones indebidas) exigiendo lealtad absoluta acompañado de la concentración del poder, la transgresión de la limitante estructura ordinaria mediante la creación de organismos ad hoc o la marea in crescendo de un culto a la personalidad (incluyendo desde el endiosamiento a la proliferación de centros para el estudio de su pensamiento) son fenómenos perceptibles llamados a enaltecer el carácter indiscutible de su autoridad sin par. Y todo ello se acompaña, además, de la resurrección de conceptos de otrora, un revisionismo histórico de periodos convulsos que a no pocos inquieta.

Todo cuanto sirva al enaltecimiento de la autoridad de Xi es celebrado y todo ello deriva en un afán diferenciador con importantes ramificaciones. Tanto se refiere al rechazo del discurso internacional en materia de derechos humanos, pongamos por caso, como al carpetazo a debates de larga data sobre la exploración de una democracia a medida o la separación Partido-Estado. Lo llamativo es que esas coordenadas se complementan con la demolición de algunos postulados referenciales del edificio denguista a propósito de la construcción del Partido. Hay en todo eso grandes lecciones aprendidas, desde la dirección colegiada a las reglas de edad o las normas de sucesión, tan importantes que cuesta creer que se puedan cribar sin más. La bicefalia equilibrada (con un papel significado del primer ministro), la unitríada institucional (Estado, Partido, Ejército bajo un mismo liderazgo personal) no son caprichos sino instrumentos proyectados para garantizar la estabilidad.

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Sobra decir que China tiene todo el derecho a explorar una vía independiente al desarrollo económico y social y que en lo político puede traducirse igualmente en especificidades. Los cambios, en cualquier caso, generan incertidumbre aunque se disfracen de blindaje (enrocamiento) o de la predilección de líderes fuertes para tiempos históricos cruciales, desautorizando debates sobre la reforma política en sentido democratizador y no necesariamente liberal.

La antipatía exterior, mayor o menor porque tampoco cuanto se diga en Washington es palabra de dios, quizá puede verse aminorada con una mejor narrativa, con una comunicación más afinada o certera, pero no será fácil de verificar si todo ello pende de un hilo, el de la lealtad hacia arriba y el sometimiento político que todo lo supedita a la proliferación de mecanismos de control que a duras penas dejan espacio para adaptarse al receptor y con evoluciones internas abiertas a la especulación. Si un día se aboga por la jaula de regulaciones y al siguiente la práctica se orienta a desenjaular, la confusión está servida.

Xi puede acabar siendo un problema para el PCCh y el PCCh para China. De esta forma, China, probablemente, dejaría de ser un problema para Occidente. O lo sería de otro cariz. Esta especie de carambola es una esperanza para quienes postulan el incremento de la presión contra China para hacer derrapar su proceso en el presente lustro.

Con el XX Congreso llamando a la puerta, Xi o el PCCh lo tendrían fácil si de lo que se trata es de reprimir cualquier expresión de disidencia: el modelo democrático occidental, por más que se precie, cotiza a la baja en China. Por el contrario, los desvelos internos pueden deparar sorpresas si llegaran a cuajar los descontentos ante un apresurado abandono de los valiosos aportes sugeridos por el denguismo para evitar recidivas en reconocidos males pasados, usos y maneras que generan dudas y hasta perplejidad.

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