Opinión · Otras miradas
¿Y si tu hijo te dice que quiere estudiar FP?
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La idea de que los universitarios entran automáticamente en otra liga vital y personal, en otro mundo más culto y acomodado, ese clasismo camuflado, cayó de maduro, de acabado, de falso. Los que fuimos a esas facultades, en las que nuestros padres no entraron, lo vimos claro en cuanto pasamos un día en sus aulas. Aquello no nos enseñaba tanto, por más ilusión que les hiciera a los nuestros, por más ilusión que nos hiciera a nosotros mismos haber conseguido estudiar lo soñado. La calidad de nuestras universidades públicas, por lo menos de las de periodismo en las que mi generación pasó un lustro, era, más que mala, defectuosa. Se medía solo por el tamaño de las bibliografías, como si esas listas interminables formaran por sí mismas; como si fuera mejor la asignatura que la tuviera más larga; como si con darnos aquellos inventarios, leyéramos lo que leyéramos, ya no hubiera que enseñarnos nada. Sin embargo, apretamos los dientes y estudiamos y estudiamos como los loros bien amaestrados que criaba/¿cría? el sistema y, aún con esas, nos sentíamos superiores a los de la FP porque la memoria colectiva no se borra tan fácil.
Y mientras la clase obrera y las clases medias progresistas pensábamos/¿pensamos? que los clasistas eran otros, no veíamos lo clasistas y perdidos que estábamos/¿estamos? La universidad era otro sueño con el que hay que tener cuidado, otro inalcanzable que cuando alcanzamos ya ha desaparecido. El ascensor social que estuvo en esas facultades hace tiempo que se quedó parado entre piso y piso.
Ya licenciados salimos de allí con los sueños tocados; el mercado laboral, para la mayoría, terminó de hundirlos. Queríamos ser filósofos, historiadores, científicos, mejorar el mundo y tantas cosas que se convirtieron en administrativo, comercial o camarero, en currículums falseados a la baja, en exiliados del paro estructural o en esclavos de nuestros sueños imperfectos, autoexplotados por el terror a un mercado laboral más que inestable y eventual, inconsistente y quebradizo, con la única certeza de que todos estamos nominados a ser los siguientes que se queden fuera.
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¿Quién no se ha encontrado con electricistas o fontaneros a los que la vida sonreía? Te contaban mientras trabajaban, después de muchas dificultades para que te encontraran un hueco en sus apretadas agendas, que se estaban construyendo su segunda vivienda en el campo o, sobre todo, que eran dueños de su tiempo, de sus certezas laborales, de sus vidas. Te hablaban de sus familias, de su estabilidad y los escuchabas oyendo sobre todo esa calma que da no conocer, ni de lejos, el estrés ni el miedo al paro. Los escuchabas con envidia, recalibrando tus elecciones, recalculando el lugar entregado al trabajo y la calidad de tu vida.
En “No puedo más” de Anne Helen Petersen, publicado recientemente por Capitán Swing, hay muchas claves sobre cómo la Generación Millenial, la siguiente a la mía, siguió la senda de la Generación X y se convirtió en la Generación Quemada. La que la sigue, la Z, quizá se salve de esta quema.
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Los estudiantes de FP están creciendo a un ritmo de vértigo que la oferta educativa intenta absorber y está por verse si lo conseguirá y cuándo. Y es que, mientras el paro juvenil en España es casi del 40%, el paro de los formados en Formación Profesional es del 7%. La UE vaticina, para 2030, que los trabajadores con este tipo de formación se van a llevar el 65% del trabajo.
El mercado necesita encarecidamente técnicos especializados en las infraestructuras de puntos de recarga de vehículos eléctricos, de placas fotovoltaicas de autoconsumo, en sostenibilidad de las instalaciones, mantenimientos frigoríficos y de calefacción, según el último informe de Adecco sobre Oferta y Demanda de empleo en España, al que hacen referencia en la Secretaría de FP del ministerio de educación. Además dice que España se ha convertido en uno de los focos europeos de la industria de los centros de datos y que ahí también les faltan profesionales. La fabricación mecánica es el sector en el que los estudiantes de FP más fácilmente han encontrado trabajo. Seguido de Instalación y mantenimiento, Química (para los de grado superior) y Hostelería y Turismo (para los de grado medio).
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Y dicho todo esto, ojalá los que vienen sean tan irreverentes como para ver más claro dónde está el futuro y, desde luego, dónde ha dejado de estarlo. Ojalá no tenga efectos secundarios dejar de soñar o dejar que otros sueñen por nosotros. Eso es lo que están haciendo los estados que solo generan formación profesional para lo que reclama el mercado, como me contaba Clara Sanz, secretaria general de FP, que se está haciendo en España, en una reciente entrevista para Público.
No sé si también dejan de soñar los jóvenes que eligen qué estudian por puro pragmatismo. Decidir a los dieciséis años que lo que uno quiere es un curro y que está dispuesto a trabajar donde lo haya es de una madurez monumental pero también de un realismo descarnado, cuya principal ventaja sea quizás ¿una vuelta al orgullo de clase trabajadora?
Ojalá todos esos jóvenes además de buscar un sueldo persigan algo más grande en algún sitio. Ojalá los estados intenten ser algo más que lo que les dicte el mercado.
No le pregunté a la Secretaria General de Formación Profesional, Clara Sanz López, cómo se tomaría que un hijo suyo le dijera que elige estudiar FP, que lo que quiere es estabilidad y una vida con trabajo pero también con ocio. Sé lo que el cargo le habría obligado a contestar, lo que no sé ni sabremos es si sería sincera. El mundo gira y, si nos fijamos, lo vemos; lo que da vértigo es aceptar en carne propia los cambios, deshacerse de la chatarra cultural que los años acarrean.
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