Opinión · Otras miradas
Los que no queremos vivir en Marte
Copresidenta de Transform Europe
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En las calles de Glasgow miles de manifestantes de todos los colores, con cientos de pancartas, grandes y pequeñas, desde todos los ángulos posibles componen un mosaico: la alerta, la denuncia, el grito, la conciencia de que hay que salvar el planeta. La inacción paralizante de la COP26, con sus homogeinísmos negociadores, contrasta con la radicalidad diversa que desde las calles y los debates paralelos les ponen nombre a los culpables de que nuestro clima cambie. De ese mosaico destaco la foto que ilustra este artículo. Ese “No queremos vivir en Marte” destila toda una denuncia que, a partir del título de una canción, la autora de la pancarta hila brillantemente con la lucha por nuestro planeta.
Para que vean que esto de la inteligencia colectiva funciona, hace 17 años el poeta y ecologista Jorge Riechmann publicó un libro de título e intención parecidos: se llamaba Gente que no quiere viajar a Marte, y, en él, el pensador denunciaba que tras la promesa de la solución tecnológica a los problemas ecológicos, lo que de verdad se esconde es un deseo de fuga, de huida, de no querer enfrentar los problemas y para negar su urgencia, se promete un futuro en el que todos podremos fugarnos a Marte si la vida en la tierra deja de ser habitable. La utopía capitalista es huir… Un movimiento “antropófugo” lo llamaría el poeta.
Los que no queremos vivir en Marte debemos ser muchos, el movimiento por el clima es cada vez más amplio y a juzgar por lo visto en las calles y los debates de la sociedad civil en la COP26, se ha radicalizado, es más interseccional y tiene más conocimientos. Una mala noticia para los que les encanta enfrentar “comeflores” y obreros o para los que aun creen que lo verde no tiene que ver con las clases sociales: en los debates y en las calles de Glasgow no solo había gente joven y ecologistas, sino muchísimos sindicalistas, muchísimos científicos y no pocos economistas críticos.
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Todos ellos saben que el futuro pasa por dejar de utilizar energía fósil y cambiar un modelo de producción energívoro, injusto e irracional. Que los indígenas encabezaran las manifestaciones por el clima no tiene tanto que ver con un buenismo paternalista sino con una denuncia, cada vez más amplia y compartida, de las nuevas formas de colonización.
Lo personal es político, también en esto
Lo único bueno de las crisis es que la gente se interpela sobre lo que pasa y, por tanto, no es tan fácil de engañar. Impagable la cara de Nancy Pelosi cuando una periodista le preguntó si iban a actuar contra el Pentágono, responsable de más emisiones de CO2 que 140 países juntos. No sé si ustedes saben que la industria militar, una de las más emisoras de gases de efecto invernadero, está exenta de dar datos y no tiene objetivos de reducción de emisiones. Es obsceno.
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Como obsceno me pareció que Boris Johnson, después de anunciar a voces que el mundo ha de actuar contra el cambio climático, va y coje un jet privado para asistir a una cena con amigos en Londres o los 80 coches con sus tubos de escape que llevaron a Biden a la cumbre. Puede parecer anecdótico, pero no lo es. Su olímpico desprecio por tomar las medidas más elementales, aunque sea por estética, desacreditan su grandilocuencia y los deja al descubierto, desnudos, como el emperador del cuento.
Los voceros del neoliberalismo han intentado durante años quitar la responsabilidad de encima al sistema económico bajo la excusa de que la gente no está dispuesta a cambiar su forma de vida para mejorar el mundo. Les encanta echar la culpa a los de abajo y, de paso, glorificar el egoísmo que sustenta su teoría, pero los datos describen una realidad más compleja:
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Durante las manifestaciones climáticas en Francia entre 2018 y 2020, mis compañeros de Espaces Marx y Quantite Critique, centros de investigación social, realizaron cientos de encuestas entre los manifestantes. Los resultados son muy interesantes y les destaco dos que desbaratan ciertos mitos: el primero es la relación directa que las encuestas revelaron entre prácticas cotidianas y en acciones colectivas. Las personas que decían que habían modificado pautas en sus vidas por la emergencia climática (ir en transporte público, reciclar, comer menos carne o cuidar su consumo) eran las más dispuestas a participar en luchas colectivas.
El segundo es aún más relevante: en 2018, pocas semanas después de las masivas protestas por el clima, surge la revuelta de los “chalecos amarillos”. Aunque estos dos movimientos parezcan muy distintos, especialmente por la identidad social de los manifestantes, ambos surgieron por la cuestión de la transición energética (los chalecos amarillos se movilizaron en un principio contra un impuesto al gas y al petróleo). Ambos se desarrollaron en el mismo tiempo político y ambos, en su mayoría, rehusaron oponerse mutuamente, de hecho, se influyeron entre sí y llegaron a confluir creando un slogan conjunto que se me antoja glorioso: “Fin du mois, fin du monde: même combat” (Fin de mes, fin del mundo: la misma lucha).
Quizá en este eslogan está parte de la respuesta, en entender y compartir que será desde abajo, desde las sinergias entre los conscientes y la voluntad de que no queremos irnos a otro planeta, donde esté la esperanza que no encontramos en los lobbies y los gobiernos que en Glasgow han preferido salvar el capitalismo antes que nuestras vidas. Quizá crean que por ser ricos y poderosos podrán fugarse en un SpaceX de Elon Musk a otros mundos. Los que no vamos a ir, preferimos luchar desde ya por este y por un futuro sin explotación en el que, como diría Riechmann, podamos ser "jardineros en la Tierra en vez de mineros en Júpiter".
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