Opinión · Otras miradas
Hijos de Ítaca
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Este texto Jonathan Martínez es el prólogo del libro 'La Muga' (editorial Txalaparta)
Mientras escribo estas palabras, los periódicos publican que Joseba Sarrionandia ha regresado a casa después de treinta y seis años de ausencia. Más de media vida. El mito de Sarri arroja una sombra tan larga y fascinante que es imposible sustraer la mirada. Soplo el polvo de la hemeroteca y leo en un viejo ejemplar de El Diario Vasco que el ministro de Justicia, Eduardo Aunós, ha instalado en el barrio donostiarra de Martutene la primera piedra de una nueva prisión. Es octubre de 1944, los soldados aliados han penetrado ya en París y Francisco Franco ha comenzado a modular su discurso de adhesión al Eje. El acto inaugural del centro penitenciario parece un desfile envarado de uniformes militares y sotanas. En una fotografía tomada por Martín Vicente, el obispo Carmelo Ballester deposita una paletada de hormigón sobre el ladrillo originario. Nadie sabe todavía que, en 1985, dos reclusos van a franquear las paredes aún inacabadas de aquel penal en una de las evasiones más emblemáticas de la historia. «Se fugan de Martutene Pikabea y Sarrionandia», dice el diario Egin. «Según la explicación oficial, se habrían escondido en
los bafles del equipo musical de Imanol».
Joseba Sarrionandia nace en Iurreta el 13 de abril de 1958. Ese mismo día, los hombres de Fulgencio Batista sofocan en Santiago de Cuba y Guantánamo los últimos zarpazos de la huelga revolucionaria del 9 de abril. Al día siguiente, Fidel Castro ofrece su primera alocución pública a través de la emisora Radio Rebelde. Los insurgentes de Sierra Maestra, emboscados en una cadena montañosa inaccesible, organizan un contragolpe que desembocará en la victoria del 31 de diciembre. El comandante Ernesto Guevara toma la plaza de Santa Clara. Batista huye. Hay algunos periódicos que se resisten a reconocer la victoria del Movimiento 26 de Julio, pero la realidad es inapelable y empiezan a asomar en los titulares la nacionalización del azúcar y la reforma agraria.
La historia, que es propensa a las simetrías, nos regala algunas conexiones fabulosas. Quiso el destino que los pasos de Sarrionandia se dirigieran a Cuba y la fuga de Martutene nos suena ahora a odisea tropical y a guajira. A poemas de José Martí. A la nueva trova de Silvio. A los atardeceres sandungueros del Malecón de La Habana. Una isla puede ser un refugio, pero también una cárcel. En un fortín del archipiélago de Frioul, Edmond Dantès cumple una condena injusta y planea su fuga y su venganza en las páginas de El conde de Montecristo. En la bahía californiana de San Francisco, la isla de Alcatraz dio cobijo a Al Capone y contempló la escapada de Frank Morris y los hermanos Anglin. En la isla de Creta, Dédalo fue encerrado en el laberinto que él mismo había construido. Cuenta el mito que Poseidón arrastró a Ulises hasta la isla de Ogigia, donde la ninfa Calipso trató de retenerlo como prisionero.
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La muga es la historia de una isla convertida en refugio y en prisión. En el golfo de Guinea, cercada por las aguas del Atlántico, la isla de São Tomé es un minúsculo pedazo de tierra que mira hacia las costas de Gabón. Los deportados y refugiados vascos nos han forzado a aprender geografía, a asomarnos al jeroglífico de los mapas donde resuena una toponimia extraña y lejana de países que nunca hemos visitado. En Togo, entre Ghana y Benín, murió el deportado Francisco Javier Alberdi. En la isla caboverdiana de São Vicente –otra vez la isla cárcel y refugio– murió ahogado Juan Ramón Aranburu después de haber conocido la tortura en Senegal. Hace algunos años, en un viaje a Irlanda –isla entre islas–, conocí a Arturo Villanueva. Los juzgados de Belfast se negaban a entregarlo a las autoridades españolas porque las pruebas que alegaban en su contra resultaban irrisorias.
Hay una prisión aún más opresiva que la de los muros y los barrotes. Porque el prisionero de nuestros días no siempre se aloja tras las verjas videovigiladas de un correccional. Los personajes de Franz Kafka caen capturados en redes disparatadas o invisibles. Gregor Samsa despierta atrapado en el cuerpo de un insecto. Josef K. vive cautivo no sabe de quién ni por qué motivo. El deportado que intenta regresar a casa se enmaraña en un laberinto administrativo de recursos, formularios e impresos entregados a una ventanilla equivocada. Entre los vericuetos burocráticos, la paciencia se extingue y la esperanza se marchita. Solo la luz del destino mantiene viva la llama de la huida.
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Hay en la épica griega dos grandes epopeyas que han alimentado la imaginación de todas las generaciones. Por un lado, la Ilíada canta la cólera de Aquiles y se demora en el baño de sangre de la guerra de Troya. Por otro lado, la Odisea sabe que la guerra ha terminado y pone a Ulises rumbo a casa. En un primer vistazo, tal vez la Ilíada nos resulte un relato más apetitoso porque el ser humano siente una recóndita fascinación por el conflicto y la violencia. Bien pensado, no hay nada más prosaico que regresar al hogar, quizá dormitando contra la ventanilla de un tren de cercanías después de un lunes en la oficina. Lo cierto es que Homero convierte el aburrimiento en un prodigio narrativo. Puede que algún lector le reclame a Alfonso Etxegarai que nos confíe su experiencia de la contienda armada, pero eso ya lo hizo en La Guerra del 58. Toda Ilíada exige su Odisea y todo viaje de ida exige su regreso. En La muga, la barca de Ulises es una piragua que atraviesa un estuario africano.
El retorno pone en marcha una aventura ciega. No puedes saber si en mitad del itinerario, tal vez en el aeropuerto de una ciudad impronunciable, en el detector de metales o en la cinta de las maletas, un agente va a gritar tu nombre y va a llevarte preso mientras depositas tus pertenencias en una bandeja de plástico. En la maleta de Ulises se aprietan los enseres y los recuerdos. Las luciérnagas de los veranos en Plentzia. Una postal con sellos exóticos. Una canción de Leonard Cohen. El vuelo de un revólver arrojado al mar. Un botín de vivencias, algunas secretas e inconfesables, otras propagadas a la luz del día en todas las cabeceras de todos los periódicos.
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Cuando regreses, todos los lugares que una vez recorriste se habrán desvanecido. Reconocerás vagamente la osamenta de las calles, la estatura solemne de los edificios, pero ahora los letreros anunciarán negocios que antes no existían. Qué habrá sido del bar Monbar. Qué habrá sido de la librería Zabal. Volverás a una Baiona que ya no es Baiona y caminarás por sus aceras como si avanzaras a tientas en la oscuridad, palpando las esquinas con la punta de los dedos y permitiendo que los ojos se acostumbren a la noche.
Una isla es un presidio y los barrotes son el mar. Veo en un viejo vídeo a una docena de refugiados vascos que el Gobierno francés confinó en 1976 en la isla de Yeu. Uno de ellos se protege bajo un paraguas. Todos cargan maletas. Es 1977 y están a punto de tomar un transbordador que los devolverá a suelo continental. Los vecinos de la isla, que habían sido prevenidos contra los forasteros, salen a despedirlos con gestos efusivos. Distingo entre los refugiados a José Miguel Beñaran, Argala. Mercenarios de ultraderecha lo asesinarán en 1978. Veo a José Martín Sagardia. El Batallón Vasco Español lo asesinará en 1980. Veo a Tomás Pérez Revilla. Los GAL lo asesinarán en 1984.
En los años ochenta, en tiempos del Plan ZEN, de las bañeras de Intxaurrondo y de la cal viva, Francia organiza la deportación de varios refugiados vascos con el pretexto de ponerlos a salvo de la guerra sucia. Pronto se descubrirá que, en el purgatorio opaco de las expulsiones ilegales, las autoridades españolas aprovechan para practicar interrogatorios forzados. A Alfonso Etxegarai lo detuvieron en 1985 en el bar Batzoki de Baiona y sin que mediara juicio lo expidieron como una mercancía peligrosa, primero a Ecuador y más tarde a São Tomé y Príncipe. Fue en Quito donde conoció la tortura a manos de policías españoles.
«Cuando emprendas tu viaje a Ítaca, pide que el camino sea largo», dice el poema de Constantino Cavafis. Caminho longe. El camino de Alfonso Etxegarai se ha alargado durante treinta y cuatro años. Más de media vida deportada. Incomunicada. Indocumentada. Te dirán que tu nombre se ha borrado de la memoria del mundo. Si contraes matrimonio, alguien extirpará la página del Registro Civil y nunca habrás conocido a tu esposa. Acaso tú ni siquiera existas. «Me llamo Nadie», le dijo Ulises a Polifemo para conseguir escapar de los cíclopes. Los nadies, dice Eduardo Galeano, «no hablan idiomas, sino dialectos».
La muga reivindica nuestro derecho a ser alguien. Es un libro que hay que leer igual que se escucha una vieja historia alrededor del fuego. Alfonso Etxegarai cruzó la frontera como refugiado en 1978. Tras el umbral nevado de Larrun, un automóvil lo aguardaba en la plaza de Sara para conducirlo a un apartamento de Baiona. Al deportado que regresa, la memoria le envía fogonazos de otros tiempos que ya solo él recuerda. Así va armando poco a poco en su cabeza una cartografía de lugares que siempre estuvieron ahí, ofrecidos, abiertos, esperándolo como un vehículo estacionado en la plaza de Sara. «Calla ya, corazón», dice Ulises. «Que otras cosas más duras sufriste».
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