Opinión · Otras miradas
Garantías para la impunidad
Abogada y escritora
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Lidia Falcón
Abogada y escritora
Cuando el nuevo escándalo de los pagos de salarios ocultos a los trabajadores por parte del jefe de CEOE madrileña, y subjefe de la CEOE española, Arturo Fernández, exigirá una investigación por parte de la Fiscalía Anticorrupción y la apertura de uno o varios procedimientos penales y contencioso-administrativos para dilucidar las responsabilidades del patrono, hasta ahora ejemplo de los empresarios españoles, es preciso denunciar que dado el sistema jurisdiccional que nos rige lo probable es que el Sr. Fernández no sea sancionado nunca con la rigurosidad exigible ante los delitos cometidos y la ruindad de su conducta. Y no ya sólo por sus buenas relaciones con el poder —que también, ya que siempre la condena puede esfumarse mediante un indulto— sino muy fundamentalmente por el procedimiento jurídico establecido.
La Revolución Francesa instituyó las garantías jurídicas para acabar con las injusticias que el sistema feudal imponía. Se trataba de proteger a los campesinos contra las explotaciones y opresiones del señor, establecer un proceso judicial escrito que no permitiera negar lo dicho anteriormente, aprobar recursos legales contra sentencias que pudieran haber sido compradas o cooptadas por los poderes del momento. En definitiva, se trataba de establecer la igualdad ante la ley y el procedimiento judicial, del débil frente al fuerte, del desposeído frente al poseedor, del trabajador frente a la empresa, del plebeyo ante el aristócrata. De la igualdad de la mujer frente al hombre ni siquiera se trató.
Sin embargo, pocos años más tarde las luchas obreras pusieron en evidencia que esa igualdad no era más que una forma nueva de injusticia. Los recursos de que disponen los empresarios convertían en agua de borrajas las posibilidades de defensa de los trabajadores y en consecuencia estos exigieron protección y no igualdad. De tal modo se gestó un nuevo Derecho laboral, que se calificó de tuitivo, es decir de protector y no igualitario, en el que se concedían ventajas —hoy desaparecidas— a los trabajadores en su demanda de derechos y defensa frente al patrono. Pero en ninguna otra rama del Derecho se modificó el que parece principio sagrado de establecer la carga de la prueba sobre el demandante o denunciante, es decir de obligarle a proporcionar las pruebas, más allá de toda duda razonable, de la acusación que esgrime.
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En consecuencia, trastocando el espíritu de aquella revolución que pretendía proteger a los débiles, el sistema jurídico español actual se ha convertido en la ley de hierro que garantiza la impunidad de los poderosos. Al mantener las mismas garantías judiciales en las ramas del Derecho Penal, Civil, Mercantil, Administrativo, que hace doscientos años, aumentadas y corregidas en las Leyes de Enjuiciamiento vigentes, lo que se ha logrado es la imposibilidad de hacer valer los derechos del ciudadano frente a la Administración, de perseguir eficazmente a los delincuentes empresariales, a los políticos corruptos, a los banqueros que se dedican a la estafa y la apropiación indebida de sus clientes, a los maltratadores y abusadores de mujeres y niños.
Si a la maraña legal de nuestros procedimientos añadimos la escasísima dotación de los juzgados, Audiencias y Tribunales, a los que faltan jueces, secretarios, oficiales, agentes judiciales, forenses, fiscales, peritos, policías, podemos comprender fácilmente que un proceso de cierta complejidad: el vertido del Prestige que ha tardado diez años en celebrar juicio; el de negligencia con varios muertos en el que estén implicados varios acusados, que pueden ser a su vez responsables de diversas instituciones, como el de Madrid Arena; los de apropiación indebida, malversación de caudales públicos, cohecho, contra varios políticos y empresarios, como los de Pallerols, la trama Gürtel que se extiende a varias autonomías, el de Casinos de Cataluña, el del Palau de la Música de Barcelona, etc. etc. se tarde varios lustros en dilucidar. Una parte de las veces con la recaída de la prescripción y la mayoría con la pérdida de pruebas, olvido o muerte de los testigos e implicados.
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Mi admirado regeneracionista Lucas Mallada describía en Los Males de la Patria el estilo “de las leyes y decretos que salen en la Gaceta, acompañados de interminables, ampulosos, relamidos y eruditos preámbulos a la española”, y denunciaba que “cuando el público ya estaba fatigado de mirar el tamaño, la forma y el color de las uñas de los picapleitos y esperaba con ansia medidas salvadoras, aparece en 5 de febrero de 1881 la Ley de Enjuiciamiento Civil, que con sus 2.182 artículos forma, según los curiales afirman, una apretada red donde Dios asista y ampare al que en ella se viere envuelto…para todos los desventurados que se hallen comprometidos con demandas, contestaciones, réplicas, dúplicas, términos de prueba, recursos de queja y alzada, recusaciones, notificaciones, citaciones, emplazamientos, requerimientos, suplicatorios, exhortos, cartas-órdenes, mandamientos, apremios, rebeldías, actos de conciliación, excepciones dilatorias, reconocimientos y tasaciones judiciales, tachas, vistas, sentencias, incidentes, apelaciones, concursos de quita y espera, embargos preventivos, juicios ejecutivos, tercerías, desahucios, retractos, interdictos, interposiciones, admisiones, sustanciaciones, arrogaciones, apeos, prorrateos y otras mil y mil providencias y triquiñuelas que ya quisiera saberlas para su uso y provecho el más erudito de los letrados españoles.”
Disculpen la larga cita pero es que no tiene desperdicio, y sobre todo porque los españolitos que han venido al mundo en este torturado país deberían obligarse a aprender de memoria la larga serie de actuaciones judiciales cuya lista nos ofreció Mallada, porque es la misma que rige hoy,a pesar de los varios maquillajes –y no tantos– con que han querido embellecerla en el último siglo. No resulta tan complejo el procedimiento penal pero su aparente sencillez –que tampoco es tanta– no altera en nada las posibilidades para el acusado con dinero de escurrirse por los grandes agujeros de la malla trenzada por los legisladores para beneficiar a los poderosos. Porque, y de eso no tengan ninguna duda, los desgraciados: negros manteros, mujeres maltratadas que intentan eludir la obligación impuesta de entregar los hijos al padre abusador, pobres que roban en un supermercado, camellos de unas cuantas papelinas para pagarse la droga, desahuciados que se refugian en un piso abandonado, todo ese universo de los desheredados de la fortuna que cometen minúsculos delitos, cuando no son víctimas de ellos, irán a cumplir condena con una rapidez desconocida para los empresarios, banqueros, políticos, narcotraficantes, proxenetas o traficantes de armas, hombres maltratadores y violadores.
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Mientras las víctimas, trabajadores despedidos injustamente, ciudadanos que quedaron inválidos, o muertos, por el atropello de un coche conducido por un señorito borracho, muchachas violadas por uno o varios agresores, esposas apaleadas a las que no se paga la pensión compensatoria, madres a las que se ha quitado la custodia de sus hijos, jóvenes que fueron infectados por la droga, ciudadanos engañados por la entidad bancaria para que le entregaran sus ahorros, familias desahuciadas por una deuda que el acreedor ha convertido en doble o triple de su valor real, no verán nunca apagada su sed de justicia. En el laberinto legal es preciso entrar con la guía de una muy buena dirección letrada, mejor amparada por varios peritos en distintas disciplinas y algún detective, y siempre que tenga privilegiadas amistades con aquellos grupos de presión de cuyo caso se trate. Situación en la que no suelen encontrarse las víctimas de las injusticias sin dinero ni recomendaciones.
En este momento se amontonan en el mapa de la corrupción política y empresarial española más de trescientos sumarios instruidos por juzgados de toda España; muchos de los cuales, como los que acusan al inefable Fabra de Castellón, ya llevan ocho años de tramitación sin que se vea cercana la celebración de juicio. Algún que otro juez se lamenta de que los abogados utilicen todos los recursos que la ley procedimental les permite para alargar la resolución de los casos, pero no parece que propongan modificar radicalmente el sistema.
Para comenzar, sería preciso convertir en oral la instrucción que hoy es escrita, y secreta, como recuerdan siempre indignados los acusados cuando sus infamias son aireadas por los medios de comunicación; eliminar la elefantíasis de escritos, interlocutorias, providencias, notificaciones, citaciones, emplazamientos, requerimientos, suplicatorios, exhortos, cartas-órdenes, mandamientos, apremios y autos, y grabar tales resoluciones en vídeo, así como prescindir de la mayoría de recursos y apelaciones; sustituir los acuse de recibo de los escritos de las partes, las citaciones y exhortos por la comunicación telefónica o digital, y por supuesto que los juzgados dispusieran de peritos de todas las disciplinas, inspectores, policías, forenses y fiscales en el número necesario para realizar sus investigaciones.
Pero eso llevaría a que se descubriera y condenara antes a los culpables, y eso es precisamente lo que no se desea.
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