Opinión · Otras miradas
Pablo Casado ha asesinado a la derecha liberal… y lo vamos a pagar todas
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“Dar zascas”, “arrinconar”, “callar la boca”, “poner contra las cuerdas”. Estas expresiones son empleadas con frecuencia para celebrar discursos y comportamientos de miembros de la clase política. La mayor parte de las veces son utilizadas desde las derechas. Desde las izquierdas no son éstas las expresiones que acostumbran a emplearse, sino otras que remiten más a la superioridad moral -e intelectual- que tanto escuece y contra la que tanto se ha empleado la derecha a través de lo que ha llamado la “batalla cultural”. “Dar lecciones”, “ilustrar”, “dejar en evidencia” están más en sintonía con la tradición política de izquierdas, en la que la pedagogía ha jugado desde la irrupción del obrerismo, allá por el siglo XIX, un papel fundamental. El universo semántico del primer conjunto de expresiones remite, claramente, a la aniquilación del adversario; el segundo a la persuasión.
Esta tendencia de las derechas hacia la obliteración del adversario es completamente ajena a la tradición liberal a la que, sin embargo, a menudo apelan. Exógena, extraña y de todo punto incompatible. Lo cierto es que las derechas liberales han gastado tradicionalmente en Europa unas “maneras políticas” en las que el decoro y el respeto a la institucionalidad debía estar a la altura de la centralidad de los parlamentos en una visión de la democracia en la que la representación lo es todo. El parlamento representa a la ciudadanía, por lo que las conductas que se observan en su seno deben tener una aspiración ejemplarizante. La tolerancia y el uso virtuoso de la palabra, el respeto y la aceptación de las reglas del juego son elementos centrales en las tradiciones liberales europeas. El parlamento puede admitir la bronca y el histrionismo como parte de una escenografía puesta al servicio de convencer al adversario de la confianza en los argumentos propios, de su importancia y vigor; nunca como instrumento con el que socavar a la propia institución. Eso nunca.
Lo que oímos decir al señor Pablo Casado en la sesión de control del parlamento no tiene nada que ver con las maneras de un político conservador liberal. Sus exabruptos -totalmente premeditados; después convertidos en guion de un vídeo que los envuelve de una épica antipolítica- no buscaban un efecto en el adversario, sino concitar el apoyo aturdido de un electorado que tiende a olvidar para qué pagamos a nuestros representantes, qué esperamos de las instituciones y por qué nuestra sociedad se ha dado una forma política democrática. Amnesia que cumple una función clave en los progresos electorales del dextropopulismo en el mundo entero. En la última sesión de control en el parlamento, el señor Pablo Casado aniquiló cualquier posibilidad de recuperación de las maneras liberales por parte del partido que dirige, hasta hace poco tiempo principal fuerza conservadora en España, ahora ya indistinguible de la formación ultraderechista Vox.
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La política tiene que resolvernos la vida, no generar ficciones que a cambio de ofrecer un bálsamo a nuestras frustraciones y ansiedades nos hacen olvidar que tenemos problemas. Y porque tenemos problemas necesitamos cargos públicos, representantes políticos, que se comprometan con su resolución, no concursantes de un talent show en el que gana el que dice el despropósito más grande. Hace pocas fechas el señor Pablo Casado afirmaba, para zanjar la crisis que dentro del PP le plantea el creciente protagonismo de la señora Díaz Ayuso, que su partido no es eso mismo, un talent show. Pues si no lo es resulta difícil entender su actuación de esta semana claramente encaminada a competir con la presidenta de la Comunidad de Madrid en agresividad, inflamación y falta de consideración por la institución misma.
Pero lo verdaderamente grave de todo esto no es la renuncia del señor Pablo Casado o de la señora Isabel Díaz Ayuso al liberalismo -a sus mandatos de tolerancia, respeto y representación-, sino el precio que todos y todas pagaremos como consecuencia de que lo haga, y que no es otro que el vaciamiento de contenido de la institucionalidad que acompaña los cargos que ostentan.
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Hace también pocas fechas la señora Díaz Ayuso afirmó en la asamblea autonómica de Madrid que tiene “derecho” a abolir las leyes LGTBI incluso aunque no quiera ni esté dispuesta a hacerlo. De esta manera se apropiaba de algo que solo se puede predicar de la ciudadanía. Las ciudadanas tenemos derechos; ella potestad y una amplísima mayoría parlamentaria con la que, en efecto, si se lo propone, puede abolir leyes y aprobar otras. La señora Díaz Ayuso tiene necesariamente que saber que como presidenta autonómica no tiene derecho a llevar a cabo acciones parlamentarias, sino potestad para hacerlo. Juega intencionadamente a la confusión al apearse de la institucionalidad de su cargo, al hacerse pasar por una ciudadana más se torna irresponsable, mientras que da continuidad a su estrategia de comunicación política que tan buenos resultados le está dando, y que no es otra que “dar zascas”, “arrinconar”, “callar la boca”, “poner contra las cuerdas”. La señora Díaz Ayuso nunca rinde cuentas, lanza improperios.
La nueva derecha vacía de sentido la institucionalidad, la socava y la destruye. El señor Pablo Casado ha asesinado a la derecha liberal para ganar una pugna por el poder dentro de su partido y para alinearse con la ultraderecha en una estrategia que tal vez con el tiempo le dé resultados desastrosos. Quizá pierda el liderazgo dentro de su formación y de paso también las elecciones generales. Por el camino, nuestra democracia se seguirá resintiendo y quién sabe si con dramáticas consecuencias.
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