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Opinión · Otras miradas

Un año de verdad

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La pobre incauta creía que cada año nuevo traía un libro con las páginas en blanco y la oportunidad de escribir en ellas. No resultaba difícil tragarse esa patraña cuando la Navidad les conquistaba de repente, embestía con su luz las calles grises del invierno y recalaba en las casas para llenarlas de guirnaldas, polvorones y turrón (del duro y del blando, qué sencillo era todo). Las familias, mientras tanto, decoraban con bolas plateadas la rama recién cortada de un pino y perpetraban belenes de figuritas de plástico sobre arena, corcho y papel de aluminio. Durante unas semanas, los adultos parecían tan contentos que a menudo se preguntaba qué andarían tramando. Acompañaba a su padre al mercado, donde cargaba el cesto más que de costumbre y, a sus ojos, mucho más de lo que el clan conseguiría engullir. Los vecinos no se saludaban con un “hola” o un “buenos días”, sino que gritaban “feliz Navidad” o “feliz año”, términos que aún no ubicaba en el calendario pero que le recordaban que, hasta nueva orden, tenía permiso para ser feliz.

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Como en algún cuento infantil, los manjares que había sobre la mesa no se acababan nunca y todo estaba riquísimo. Algunas noches transcurrían sin límites, con la única norma de tomarse las doce uvas a las doce en punto. Entonces los mayores les dejaban en paz, de manera que se dedicaban a hacer el gamberro hasta caer rendidos en una cama improvisada en forma de sofá convertible o de colchón en el suelo. En su pueril inocencia, no se hacía demasiadas preguntas sobre el origen de la magia, ni siquiera cuando, días después de Nochevieja, unos seres misteriosos colocaban sus regalos a los pies del pesebre. Carpe diem.

El hechizo acabó en cuanto tuvo edad para echar una mano y la alistaron en las tropas femeninas. Ahí descubrió el pastel. Resulta que la comida no se cocinaba sola, que los platos sucios eran tan infinitos como las provisiones y que alguien (adivinen quién) tenía que fregarlos. Así dedujo que algunas páginas de ese libro supuestamente vacío ya venían escritas y no le gustó lo que decían.

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Se mudó de barrio y cambió de vida. La Navidad dejó de presentarse con el ímpetu de la infancia y buscó cobijo en unos hogares en los que podían hartarse de bollos cada día del año. Las tiendas del pueblo, reconvertidas en hipermercados, ofrecían una amplia gama de dulces navideños desde finales de octubre. En aquella época supo que las luces que alegraban sus calles eran caras y poco ecológicas, que las guirnaldas las fabricaban trabajadores mal alimentados y peor pagados, que la leyenda que contaban las figuras del belén era venenito en rama, que el turrón engordaba muchísimo, que jamás ganaría lo suficiente para obsequiar a los suyos con todo cuanto merecían o pedían, que los Reyes eran más vagos que Magos y que no tenían pajes, sino pajas, pues eran las madres quienes se ocupaban de tramitar las cartas y preparar los regalos a tiempo.

Sin embargo, le gustaba la Navidad y esperaba ilusionada el Año Nuevo. Las mujeres habían hecho piña y habían conseguido que los hombres comprendiesen el enigma de los platos limpios y las viandas interminables, borrando así algunas de las líneas torcidas de aquel libro que inauguraba cada enero. Un puñado de niños irrumpió en su vida y, con ellos, otra vez la magia. En su árbol navideño crecían muñecos de chocolate que los pequeños encontraban y después olvidaban para que ella pudiera comérselos cuando por fin se dormían. Todo iba viento en popa y por eso mantuvo el ánimo con la llegada de 2020, aunque fue una Navidad solitaria, sin grandes celebraciones y sin una sobremesa que acabase como el rosario de la aurora. Aquel año inédito iría bien, sin duda, saldrían del bache, borrón y cuenta nueva, escribamos algo bonito, 2021, empieza el espectáculo, vamos a por ti, no nos da miedo nada.

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Y vaya chasco, amigos. El año destinado a sacarnos del atolladero vino con tantos errores de imprenta que, después de darle muchas vueltas, he deducido que ni siquiera tuvimos un Año Nuevo, que 2021 ha sido un 2020 impostor y gorrón que se negó a marcharse cuando llegó su hora.

Por otra parte, la niña de esta historia, la que iba al mercado de la mano de su padre, era yo, como habrán notado. Ahora sé que el libro en blanco no existe pero eso no me desanima, al contrario. He descubierto que las doce campanadas nos traen un ejemplar de “elige tu propia aventura” que se vuelve más trepidante a medida que avanza el milenio. Por eso, en este inicio de año les deseo un 2022 que sea, al menos, un año de verdad. Pasemos a la página uno y, a partir de ahí, ya iremos viendo.

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