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Opinión · Otras miradas

Memoria, dignidad y justicia

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Con estas palabras la ONU ha señalado el lema del 27 de enero correspondiente a la conmemoración de este año del Día del Holocausto y de Prevención de Crímenes contra la Humanidad. Términos que abrazan un discurso y una reflexión globalizadoras en torno al recuerdo trasmutado en memoria activa y comprensiva para las generaciones de la tercera década del siglo XXI, y al deber de dignificar y de ejercer justicia sobre los millones de hombres y mujeres destinados a ser borrados de la faz de la tierra.

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27 de enero de 1945 y tantas otras fechas de recuerdo, sin embargo atengámonos a lo sucedido tres años y una semana antes. En efecto, el 20 de enero de 1942 en la espléndida villa de Wannsee se reunieron miembros del gobierno y altos funcionarios del Reich, convocados por el jerarca SS Reinhard Heydrich, para elaborar el plan que bajo el eufemismo de “Solución Final” culminaría con su labor asesina en Auschwitz y los otros campos de exterminio.

Aviso para los negacionistas: una copia de las actas de la reunión vio la luz después de la guerra para certificar la voluntad exterminadora, fase final de un proceso de privación de derechos civiles, exclusión y segregación del pueblo judío, al que se había sumado y se seguía sumando a gitanos, Testigos de Jehová, homosexuales, “asociales”, masones, prisioneros de guerra, opositores políticos, etc.

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Desde décadas atrás se ha abierto la veda para divulgar todo tipo de insensateces referidas al genocidio cometido contra los judíos y los gitanos. Jóvenes vulnerables podrán leer estadísticas malintencionadas, creer cuantas aproximaciones pseudohistóricas les sean presentadas bajo actitudes arrogantes, de los que lo saben todo sobre el Holocausto, o escépticas, por aquellos que no creen lo que no ven; incluso podrán envidiar la plácida vida que llevaban los judíos en los guetos, emulando la perversión de Hitler, cuando montó la farsa en Theresienstadt, podrán aducir los despiojamientos como objeto de las cámaras de gas o podrán otorgar a los campos de concentración la categoría de meros campos de prisioneros de guerra. ¿Podrán, en fin, considerar los campos de exterminio como fruto de la mente retorcida del sionismo internacional? Negar o desfigurar la realidad del pasado no parte de ninguna consideración científica ni rigurosa, se trata simplemente de un método perverso para alimentar ideologías y estrategias de la extrema derecha.

Duele contemplar unas calles donde sin ningún impedimento determinados grupos lucen esvásticas, algunos de forma banal, otros de forma intencionada, pero en todos los casos aquellas enseñas significan un referente al crimen, al crimen contra la humanidad proclamado en Núremberg. En la política criminal del nacionalsocialismo se produjo la más radical ruptura con el humanismo y sobre él sólo caben condenas, por el alcance y dimensión de aquel régimen de ignominia y horror, fundamentado en la destrucción del otro, en la depredación de pueblos y en la esclavización para construir la sociedad de los mejores.

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Si bien el paso de los años decanta la balanza en contra de los que fueron víctimas directas de aquella ignominia, las generaciones que los siguen han de compensar sus pérdidas como un deber de ciudadanía activa que supere la satisfacción del ritual de conmemoración y combine la emoción con el análisis reflexivo de los hechos. Una y otra vez cabe conocer las causas que hicieron posible la instalación de un régimen, el nacionalsocialista, de semejante perversidad por la absoluta degradación de la dignidad humana en la Europa culta de los años treinta, y la larga nómina de complicidades y pasividades, individuales y colectivas. De lo contrario, el recuerdo quedaría sumergido en una burbuja impermeable donde los sufrimientos de las víctimas se atribuirían a causalidades impenetrables de la historia y se las privaría de dignidad, por tanto, no fueron ni héroes ni quedaron arrastradas por fuerzas del destino, sino personas sujetas a un tiempo político y a un espacio social determinados.

Y aún hay más, la desaparición de millones de personas, refugiados, exiliados, encarcelados, deportados o asesinados, ha tenido notables consecuencias culturales, científicas y políticas a largo plazo que llegan hasta nuestros días, por la privación en sus países de su capital social y por su expansión en los entornos familiares o amistosos. Baste recordar lo que significó la diáspora republicana, con el medio millón de personas condenadas a huir de sus casas y a renunciar a sus expectativas de vida.

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Desde el año 2005, el Día del Holocausto se ha venido celebrando con actos de recuerdo en parlamentos, gobiernos y ayuntamientos, con la implicación de las asociaciones de memoria de los diversos colectivos víctimas del nazismo, singular jornada que debe cobrar una dimensión de deber ético e internacionalista de largo alcance, que afecta a la historia de la humanidad y también a la nuestra. El recuerdo del pasado sería infructuoso si no estuviese acompañado de un ejercicio ejemplar de la memoria, aquella que debería transformarse en instrumento de prevención ante nuevos racismos y nuevas exclusiones. Porque prevenir los crímenes contra la Humanidad equivale a descifrar las claves de los procesos históricos del pasado y a adquirir capacidades para posicionarnos ante el convulso mundo actual, en el que corren malos tiempos para la Democracia.

La memoria es cultura y ningún país puede mancillarla ni negar a las generaciones que no han vivido los hechos la posibilidad de conocer, analizar, reflexionar y discriminar las actitudes de los sujetos históricos, del pasado y del presente. Es nuestro deber con las víctimas del Holocausto, con nuestras víctimas.

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