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Opinión · Otras miradas

El día después: ¿Dónde estará la UE?

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La guerra en Ucrania parece estancarse y su desarrollo está lejos de lo que, según defienden algunos estrategas occidentales, habría sido la intención inicial de Putin y el ejército ruso: una guerra relámpago y la creación de un gobierno pro-ruso en Ucrania.

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No estamos en condiciones de conocer las intenciones de Putin y suponiendo que los análisis estratégicos sean correctos, todo apunta a una guerra larga y sostenida con un importante sufrimiento y costes en vidas humanas, pero también con un enorme impacto económico.

Que la guerra se alargue tendrá, sin duda, severas repercusiones para la economía rusa. La rápida respuesta europea y la amplitud y severidad de las sanciones contra la economía rusa y contra su clase dirigente están ya impactando en la economía y cotidianeidad del pueblo ruso. Hay otro tipo de sanciones, como las tomadas en el ámbito deportivo (fútbol, baloncesto, tenis, atletismo etc.) que tienen un valor simbólico de ambigua lectura: ¿por qué se castiga a los equipos de baloncesto y de fútbol rusos expulsándoles de las competiciones europeas en las que participaban hasta ahora? ¿por su condición de “equipos rusos”? ¿Y cuál se espera que sean las consecuencias de este tipo de sanciones?

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Pero la lógica de sanciones y contra-sanciones difícilmente conducirá a terminar la guerra o cambiar el régimen en Rusia y puede, en sentido contrario, tener un severo efecto rebote en las economías europeas justo en el momento de salida de la crisis después de la pandemia por COVID-19.

Conviene, no obstante, no sobredimensionar el impacto que las sanciones tomadas hasta ahora puedan tener en la economía rusa. Este país lleva tiempo preparándose para la eventualidad de un cerco económico sistémico. Por ejemplo, después de las sanciones por la ocupación de Crimea, Rusia decretó un embargo sobre productos agrícolas procedentes de Norteamérica, Europa, Noruega y Australia. La lógica proteccionista de estas sanciones ha producido un importante estímulo a la producción propia y a la exportación. En 2020 las exportaciones de productos agrícolas por parte de Rusia alcanzó la cifra récord de 30 mil millones de dólares, más que los ingresos por gas. En el ámbito financiero, Rusia ha creado su propio sistema de mensajería en sustitución del SWIFT (el SPFS en 2015) así como una tarjeta bancaria nacional (Mir) para gestionar las transacciones dentro del propio país. En 2021 el 87% de la población tiene esta tarjeta, aunque es cierto que solo asegura el 25% de las transacciones.

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Pero, sobre todo, ha encontrado el apoyo –no incondicional, pero apoyo- de China en su apuesta geoestratégica.

De momento, también aquí en Europa empezamos a vivir los efectos de las sanciones: incremento desorbitado de los precios de la energía y escasez de materias primas entre otras. Es decir, la prolongación de la guerra tendrá efectos generalizados, sistémicos e imprevisibles también para las sociedades europeas. Eso sin acudir a la posibilidad, que no se puede descartar, de un incremento de la escalada militar que trascienda la guerra en Ucrania.

En relación con la UE esta guerra ha puesto de relieve al menos tres cosas: en primer lugar, la inoperancia de la Política exterior y de Seguridad común. El Documento sobre estrategia de seguridad de 2016 ha mostrado ser, en el mejor de los casos, una referencia demasiado abstracta y con pocos compromisos concretos en materia de política exterior y de seguridad compartida. Esta estrategia no ha impedido la lógica según la cual cada país marca sus prioridades, especialmente desde el punto de vista energético y desarrolla su política con terceros países y bloques militares de acuerdo a su propia visión.

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En segundo lugar, la UE ha carecido de una política europea hacia Rusia que fuera más allá de las sanciones económicas parciales y limitadas desde 2014. Recordemos que en 2009 la UE puso en marcha el Partenariado Oriental del que formaban parte Armenia, Azerbaiyán, Bielorrusia, Georgia, Moldavia y Ucrania mientras firmó un acuerdo de asociación con Ucrania en 2014. Esas propuestas por influir en el “entorno cercano” ruso a través de la política comercial, asesoramiento y vagas expectativas de convertirse, algún día en socios de la UE se saldó con un silencioso fracaso. Uno más de los fallidos proyectos internacionales de la UE faltos de expectativas, recursos, ambición y visión estratégica propia. Al tiempo, Rusia vivió esta acción de la UE como una intolerable intromisión en su ámbito de influencia y como la voluntad de expandir la OTAN, en ese espacio, de la mano de la UE.

Por otra parte, la acción del terrorismo de origen islamista bien pudo haber sido una ocasión para haber construido, al menos, una relación más estructurada y estable entre la UE y Rusia y con el efecto adicional de una mejora de la confianza mutua. Pero lejos de eso, ambos bloques se confrontaron como adversarios, en particular en Libia y Siria con efectos muy adversos para la UE en los dos casos. En el caso sirio, en particular, la UE alentó un cambio de régimen político sin advertir suficientemente las consecuencias desestabilizadoras no solo para ese país sino para el conjunto de la región de la presencia de Daesh como alternativa a la pérdida de poder de Bashar-al-Ásad.

Lo que se ha presentado como un conflicto de valores escondía, en realidad, una enorme debilidad de la UE en su capacidad de definir sus intereses estratégicos y una subordinación a la visión de Estados Unidos en la zona. Por último, y en relación con este segundo aspecto, la “putinización” de la interpretación de lo que ocurre en Rusia está eclipsando una perspectiva más global e integradora de las acciones de Rusia en la zona y aleja a la UE de la posibilidad de definir mejor sus intereses propios. Creer que todo cambiará si Putin no estuviera o defender que esta es la guerra de Putin parece, cómo mínimo, muy básico.

En tercer lugar, la UE está perdiendo la ocasión de buscar una relación más estable y duradera con China que pronto se convertirá en la primera potencia económica mundial. No olvidemos que este gran país no es un convidado de piedra en este conflicto y que, desde su perspectiva, la guerra de Ucrania es también, de algún modo, su guerra. En el encuentro entre Putin y Xi Jinping el pasado 4 de febrero y con la firma de una declaración común para para el establecimiento de un mundo multipolar quedó claro que ambos países comparten una visión estratégica. Su alianza no es incondicional pero ilustra una comprensión compartida de los intereses comunes como países. Pues bien, la UE pierde peso no tanto por confrontarse a Rusia en relación con Ucrania, sino por no determinar con autonomía sus propios intereses en esta redefinición de la geoestrategia que estamos viviendo. En lugar de seguir dócilmente a Estados Unidos en su empeño por mantener su hegemonía mundial, la UE podría implicarse en construir una nueva arquitectura de seguridad y nuevos organismos que tengan en cuenta los cambios geopolíticos y económicos de los últimos años. De hecho, las instituciones multilaterales actuales se remontan a la Guerra Fría (con la excepción del G20, que se creó en 1999 a raíz de la crisis financieras de los países emergentes de los 1990) y están completamente obsoletas.

La guerra ha estallado en las puertas de Europa en un momento, y esto también conviene tenerlo en consideración, en el que había varias cosas que habían cambiado en los últimos años. La primera es la presidencia de Trump y la evidencia de que el socio americano puede ser imprevisible e incluso claramente adversario, en ocasiones. Quien más pronto sacó conclusiones de este giro hacia la incertidumbre de Estados Unidos fue Alemania. Ya en su momento, Merkel acentuó la necesidad de que los europeos se valieran por sí mismos para asegurar su defensa e intereses. Dicho y hecho, la guerra de Ucrania a llevado a Alemania a aumentar su gasto militar a niveles desconocidos y, sobre todo, a afirmar su derecho a salir, definitivamente, de su condición de paria militar internacional.

La segunda cuestión, aparentemente poco relacionada con esta pero importante a nuestro juicio, es lo que la pandemia ha cambiado en relación con la capacidad de respuesta de la UE. La crisis del euro mostró descarnadamente no sólo la dominancia del dogma neoliberal sino la lentitud exasperante de la capacidad decisional de la UE. La Pandemia ha revolucionado no sólo esos mecanismos, también ha hecho posible cambios de mucha profundidad en el funcionamiento económico de la UE y, sobre todo, ha abierto la Unión a la imprevisibilidad y a la política y la aleja del corset de los textos de los tratados.

En tercer lugar, la rapidez y profundidad de la respuesta que la UE ha dado de manera mancomunada en relación con la invasión de Rusia ha resultado, cuando menos, notable. Desde las sanciones económicas, hasta la creación de un Fondo militar de ayuda a Ucrania, el envío bajo el paraguas de la UE de material militar a suponen un cambio respecto a lo que conocimos que ocurrió en la guerra de la antigua Yugoslavia. La capacidad de la UE de responder rápidamente a esta crisis es el resultado progresivo de la creación de una política de defensa común desde los años 1990, que se ha acelerado desde el referéndum del Brexit en 2016. No obstante, la Cumbre de Versailles celebrada estos días en la localidad francesa ha puesto las cosas en su lugar respecto a las posibilidades de una integración exprés de Ucrania y otros países de la zona en la UE: la integración de Ucrania en la UE no está en el orden del día.

Algunos analistas y dirigentes políticos se han apresurado a dar con esta crisis por definitivo un giro estratégico que afirma la condición de “hard power” de la UE. Otros, sin embargo, anuncian la muerte de Europa o el incremento de la militarización y la subordinación de la UE a la OTAN y a la política exterior de Estados Unidos.

Es pronto para sacar conclusiones definitivas en ambos casos, pero el contexto y los antecedentes invitan más bien a pensar que se verán reforzadas las posiciones de los que defienden la autonomía estratégica de la UE y la creación de un brazo político-militar propio. Eso no querrá decir, en ningún caso, la desvinculación de la OTAN pero es que ese asunto no está encima de la mesa, ni antes ni ahora.

Esta guerra es una aceleración de la historia, esa de la que hablaba Marx y que trae como consecuencia que en un día pasaban más cosas que en diez años de “normalidad”. La UE vive un “momento maquiaveliano” desde la crisis del euro y considerando, además, los fenómenos ulteriores que afectaron al proyecto de integración (crisis de los refugiados, ataques terroristas, Brexit). Este “momento” propone un escenario de crisis y cambio simultáneamente y eso quiere decir oportunidades para quien mejor sepa leer los escenarios por venir y sus posibilidades.

La UE ha mostrado una capacidad de resiliencia más que notable e inesperada frente a estas adversidades. La respuesta a la pandemia ha reforzado, justamente, esta convicción sobre la utilidad de la UE como paraguas frente a tiempos convulsos e inciertos.

El momento es para imaginar las perspectivas de intervención y cambio en una dirección progresista y eso pasa hoy por afirmar y defender la autonomía estratégica de la UE, incluso en el plano militar.

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