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Opinión · Otras miradas

No es nada personal

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El 8 de marzo, cuando el ejército ruso cumplía dos semanas en Ucrania, el portal digital Electomanía publicaba un sondeo sobre el envío de armamento a Kiev. Por lo visto, más del 70% de los encuestados respalda el suministro de material ofensivo a Zelenski y un escaso 25% se muestra en contra. Pocos días antes, varios aviones españoles habían despegado de la Base Aérea de Los Llanos cargados de lanzagranadas anticarro, ametralladoras ligeras y cartuchos. Pedro Sánchez ya ha anunciado que habrá nuevas remesas.

El pasado martes, Electomanía retomaba el debate bélico con nuevas preguntas, esta vez en torno al gasto militar de los Presupuestos Generales del Estado. El 61% cree que es insuficiente. Necesitamos más soldados. Más cañones. Más munición. Más madera. Las cosas, sin embargo, parecen verse a través de otro cristal cuando se viven en primera persona. Pregunta Electomanía si estaríamos dispuestos a alistarnos para luchar frente a una hipotética invasión extranjera y una mayoría dice que nanay.

El barómetro del CIS, publicado el 17 de marzo, confirma la fiebre belicista y añade que el 52% de los españoles reclama la intervención de la OTAN. Por si fuera poco, el 75% está persuadido de que los ataques sobre Ucrania no se detendrán ahí sino que es probable que la zarpa rusa caiga sobre otros países de Europa del Este. Ignoro sobre qué informaciones se sostiene esta creencia; los sentimientos tienen una particularidad y es que, al contrario que los datos, no hay manera de refutarlos. Si uno se convence de que la guadaña de Putin está al caer, cualquier intento racional de disuadirlo será en vano.

El ardor guerrero ha incendiado las televisiones. En el aquelarre de Iker Jiménez, un experto en no se sabe bien qué empuña un arma larga y propone matar rusos. En La noche en 24h, el periodista Antonio Papell llama a la guerra nuclear ante la estupefacción de Xabier Fortes. En no sé qué tertulia de no sé qué programa tachan a Putin de comunista con un temerario desprecio de la verdad. En otra frecuencia lo llaman loco y psicópata. Después de tanta preocupación por la salud mental, hemos terminado reemplazando el análisis político por el diagnóstico psiquiátrico.

La estrategia es antigua como el mundo: los medios de comunicación nos sobrecargan con señales de alerta, se multiplican las imágenes de bombardeos y de refugiados, saltan los precios del carburante, estalla la carestía de aceite de girasol y se divulga el pánico en las estanterías vacías de los supermercados. Se desencadena así un tornado emocional de tal dimensión que nos hace perder los anclajes de nuestra realidad y cada vez se vuelve más difícil entablar un debate razonado y razonable.

En ese estado de desconcierto inducido, la ciudadanía aparece dispuesta a entregar sus derechos elementales y a reclamar más protección, más militares, más violencia, más coerción, reclamaciones que en última instancia se volverán en nuestra contra cuando el marco mental del autoritarismo y la mano dura sirva para abolir a porrazos las conquistas sociales. Mientras tanto, la industria del miedo se frota las manos con la expansión de un mercado global que lo mismo vende alarmas antirrobo que minas antipersona.

La penúltima refriega radiofónica ha tenido lugar en Onda cero, en el programa de Julia en la onda. Resulta que la politóloga Arantxa Tirado es doctora en relaciones internacionales y de vez en cuando comete la osadía de formular análisis geopolíticos. En esta ocasión, para ser exactos, trataba de explicar que las alianzas y las colisiones entre países no obedecen a los remilgos de la moral sino a la seducción del dinero. La reacción de Ignasi Guardans y Elisa Beni, a caballo entre el exabrupto y la pataleta, explica a las mil maravillas la deriva decadente de los espacios de deliberación pública, cada vez más propensos al grito y más impermeables al argumento.

La doctora Tirado no solo tiene razón; también tiene razones. Basta echar un vistazo rápido a la historia para comprobar el maridaje secular entre la economía y la guerra. Y el camino más rápido para afilar las armas es la medicina del shock. Alentar la unanimidad irracional frente al laborioso ejercicio de la inteligencia. Pese a todo, hay más motivos que nunca para proteger la paz. Basta empezar a asumir que la guerra, como dice la poeta Isabel Pérez Montalbán, "no es nada personal, solamente negocios".

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