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Opinión · Otras miradas

¿Puede una pandemia leerse en un trozo de tela?

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El icono de la pandemia es la mascarilla. Un trozo de tela ha logrado aglutinar en torno a sí todas las fases de la pandemia, los matices de las decisiones y hasta el hastío de la población. Cualquier aspecto relevante de la evolución y la gestión de la pandemia ha tenido, en algún momento, una forma de contarse desde las mascarillas; lo haré usando seis palabras: conocimiento, escasez, contratos, desigualdad, factibilidad y desencuentro.

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Al principio, la mascarilla era algo que evocaba dos imágenes: la de un quirófano o la ciudades de algunos países de Asia donde su uso no era infrecuente. La falta de conocimiento sobre la idoneidad de su uso al principio es buen ejemplo de aquello a lo que nos enfrentábamos: había que tomar decisiones, en contexto de escasez de materiales y de conocimiento, pero con la urgencia de actuar. Las mascarillas fueron, en el ámbito del conocimiento, el ejemplo de dos fenómenos: I) las evidencias contradictorias que hacían que se tomaran decisiones con más fe que certezas y II) la capacidad de transformar el imaginario común, haciendo que hasta quien no había visto una mascarilla en su vida fuera ahora un experto en diferenciar entre quirúrgicas, FFP2 o FFP3.

También al inicio de la pandemia hubo otro término presente en todos lados: la escasez. Los estantes de papel higiénico de los supermercados estaban vacíos, y en el ámbito sanitario era obvio que no había gel hidroalcohólico suficiente, no había mascarillas, no había guantes… Las mascarillas FFP2 eran un tesoro que se guardaba después de cada turno de consulta u hospitalización y se sacaba a airear o se rociaba con alguna solución desinfectante según la recomendación que esa semana circulara por grupos de whatsapp como la más acreditada en su validez.

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Esa escasez en tiempos de emergencia hizo que las mascarillas se hayan visto envueltas en otro de los grandes escándalos de estos dos últimos años: los contratos iregulares, sobrepreciados y que acababan en pagos millonarios a sospechosos habituales. Mientras rozábamos el millar de muertos diarios por COVID-19 en España, había quien veía en ello la posibilidad de hacer el negocio de su vida; mientras en las tertulias de balcón se repetía el “a ver si de esta salimos mejores”, había quien intentaba hacer realidad el “a ver si de esta salgo más rico”.

Si bien la falta de conocimiento fue uno de los grandes relatos de la pandemia, la desigualdad ha sido el relato social de la misma. El deterioro de la mascarilla ha sido un buen marcador indirecto de nivel de renta, cosa que puede confirmar cualquier persona que haya visto desfilar unas decenas de pacientes al día, o los profesores y profesoras al ver las mascarillas ultra-reutilizadas de alguna parte muy concreta de su alumnado. La mascarilla se ha situado en el mismo lugar facial del que siempre se ha señalado como el gran marcador corporal de clase: los dientes. Al taparlos la desigualdad no se tapó.

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Más allá de los puntos anteriores, la mascarilla es el ejemplo de una máxima que ha recorrido la toma de decisiones durante la pandemia: la factibilidad, la mejor medida es la que se puede cumplir. Esto tiene un relato en clave más favorable y otro más desesperanzador. Empezando por lo bueno, adecuar los esfuerzos a aquello que puede cumplirse (y hacerse cumplir) ha favorecido que medidas de alta efectividad y gran sencillez como el uso de mascarillas se haya generalizado, cumplido y mantenido durante mucho tiempo, y ha podido disuadir de incursiones en medidas menos claras o más complejas. Sin embargo, en un contexto tan novedoso como el de la pandemia de COVID-19, lo-que-se-puede-cumplir tal vez sea un marco muy pequeño donde solo quepan aquellas cosas tan obvias que no sirven para ensanchar un marco ávido de hacerse más grande. Con ese criterio, la ventilación en el interior de los centros educativos o los bares y restaurantes ha pasado a un segundo lugar, por ejemplo, siendo probablemente igual de necesaria.

La mascarilla se-puede-cumplir, pero nada de lo que se puede cumplir ha de cumplirse para siempre. Hoy se acaba la obligatoriedad del uso generalizado de la mascarilla en interiores, y acaba como lo hace todo en la pandemia: con sobreactuación pública pero timidez técnica. Mientras diferentes actores de la sociedad agitan los brazos impostadamente exaltados escenificando el fin de la pandemia, los técnicos intentan señalar, con la boca pequeña, que lo que se va puede volver, que la retirada no lo es en todos los sitios y que habrá que medir para ver cómo vamos. Este aparente desencuentro (que no es tal, sino probablemente un simple decalaje en el ritmo) entre el ánimo social y el talante técnico también puede relatarse desde las mascarillas. Cuando no estaban totalmente recomendadas, los medios de comunicación parecían reclamar su obligatoriedad y las redes sociales se llenaban de explicaciones maniqueas que creían mostrar que en los sitios donde se habían usado, la pandemia estaba controlada (todo a partir de un gráfico de puntos); en ese momento, el criterio técnico fue más lento y se tardó más en recomendar su uso generalizado de forma casi unánime. Ahora, los papeles parecen cambiados; el ánimo social parece reclamar desde hace semanas su retirada, especialmente en algunos ámbitos como las escuelas, y el criterio técnico ha ido con más calma. Esta aparente disociación no es un problema, simplemente es una característica que hay que entender para no pensar que la sociedad es un crío caprichoso que siempre quiere lo que no tiene y para no caer en la idea de que el ámbito técnico está lleno de ultraconservadores más apegados al inmovilismo que a lo que diga el conocimiento disponible.

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No es solo un trozo de tela. Es un lugar desde el que contar todo esto que nos ha pasado.

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