Opinión · Otras miradas
Paisajes activos para sobrevivir al capitalismo
Investigador en la Universidad Humboldt de Berlín, donde dirige el laboratorio de antropología urbana multimoda
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¿Cómo hacer posible la vida en las ruinas del capitalismo? Aunque en los tiempos devastadores que corren llevamos a rastras hasta nuestras hipérboles, esa es la pregunta que vertebra el libro La seta del fin del mundo: Sobre la posibilidad de la vida en las ruinas capitalistas de la antropóloga Anna Tsing. Un relato que captura el espíritu atormentado de una época donde el crecimiento y el progreso como los conocíamos han mostrado su cara más aciaga y tenebrosa. Pensado y escrito desde una sensibilidad etnográfica atenta a la complejidad de nuestro presente en llamas, recabando materiales e historias diversos, La seta del fin del mundo no es, pues, ni un recetario de soluciones baratas ni un ensayo que abrace el dulce láudano del apocalipsis.
Publicado originalmente en 2015 en Estados Unidos, la cuidada edición reciente de Capitán Swing es un artefacto tan embriagador (buen papel, imágenes en alta definición, letra legible, cartoné con altorrelieve, manejable y a precio asequible) y complejo como el original. Su gran hallazgo, también su elección más desconcertante, es el lugar desde el que indaga. A partir de un trabajo etnográfico de equipo realizado entre 2004 y 2011 en diversos lugares de la costa oeste de EE.UU., Japón, China y Finlandia, el libro analiza los complejos nudos entre capitalismo y ecología.
Tsing traza con gran detalle las cadenas globales de recolección, venta, estudio científico y experimentos en silvicultura para intentar cultivar, sin éxito, una rara seta que desata pasiones desenfrenadas en Japón: el matsutake, usado comúnmente como regalo o bien de lujo. Su interés por practicar una antropología de las relaciones interespecíficas en el capitalismo avanzado le lleva a desplegar un aparataje metodológico que privilegia unas “artes de la observación” para hacernos sensibles al funcionamiento de lo que llama “conjuntos polifónicos”: patchworks plagados de fricciones, antes que tejidos homogéneos, de los que el mejor ejemplo serían las relaciones interespecíficas de las que el matsutake pende. De hecho, como cuenta Tsing, el matsutake no es sólo un bien de lujo para los japoneses: un producto que condensa la nostalgia del otoño perdido y la vida de aldea, vector de la seriedad de las relaciones que se marcan con su regalo. Es, también, una forma de emergencia y supervencia en la ruina forestal, en al menos dos sentidos, contenidos en las partes II y III del libro.
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La parte II es un breve tratado de antropología económica que estudia el capitalismo de cadenas de suministro. Aquí se narra el proceso de lo que Tsing llama “acumulación de rescate”: los complejos procesos de creación de valor (como bien de regalo o de lujo) de una seta no cultivable, que crece donde nadie se la espera en antiguos bosques industriales depredados; una seta recolectada por diferentes agentes (nómadas, libertarios y migrantes) que viven “en los propios límites del capitalismo” (p.377), esto es, ni dentro ni fuera del mismo. Una cadena de creación de valor que tiene por origen una emergencia extraña de la vida, una aparición cuando todo parece perdido, en el otoño de nuestras ideas de progreso.
La parte III es un estudio de las complejas relaciones natura-culturales e interespecíficas en las que emerge el matsutake. Un relato que, antes que poner en el centro a al matsutake como especie, toma como unidad de análisis al “holobionte” del que es parte, así como sus relaciones de “simbiopoiesis”: esto es, la co-evolución y relaciones simbióticas, desde lo parasitario al apoyo mutuo, entre diferentes especies. En particular, el análisis se centra en explorar las “perturbaciones” y “diseños involuntarios” en la gestión forestal que permitieron y permiten la emergencia no diseñada del matsutake, vinculada a determinados árboles con los que co-evoluciona. Esta parte contiene, asimismo, un detallado análisis y loa del trabajo cuasi-activista de campesinos, científicos activistas o gestores forestales implicados en la defensa del satoyama japonés, un territorio intersticial entre el bosque y el cultivo. Un trabajo de recuperación ciertas lindes entre lo urbano y lo rural, que busca hacer viable una economía y modos de relación con el bosque alternativos. Una formación interespecífica o, mejor, un “paisaje activo” que opera, en el relato de la autora, como una suerte de “antiplantación”.
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Lo que conecta ambas partes es la descripción de la precariedad existencial causada por la depredación planetaria antropogénica y, particularmente capitalista (lo que se conoce comúnmente como la era planetaria del Antropoceno). Y, más aún, el intento por mostrar distintos relatos que puedan inspirar otros paisajes activos que la sobrevivan. En ese sentido, La seta del fin del mundo desafía las historias lineales del progreso, así como los relatos conservacionistas simplistas. Parte de su complejidad radica en que sus historias crecen como las setas, alumbrando distintas “parcelas” o “retales” (patches) de los efectos interconectados, pero no unitarios de eso que llamamos el Antropoceno.
El resultado, por tanto, no es una oda a lo pre-industrial, el retorno a la naturaleza prístina y originaria, o el neo-ruralismo. Más bien la propuesta que nos hace Tsing es explorar qué capacidades de acción pueden hacerse existir en complejas situaciones ecológicas. Situaciones donde se mezclan los efectos de perturbación industrial así como los resurgimientos simbióticos que habilitan posibles respuestas. Situaciones donde la agencia humana (a través de, por ejemplo, el cuidado, limpieza y uso del bosque) puede tener un papel relevante, pero no único. Como apunta Tsing:
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“Los bosques campesinos de roble y pino han formado remolinos de estabilidad y convivencia. Pero a menudo tienen origen en grandes cataclismos, como la deforestación que acompaña a la industrialización nacional. Son pequeños remolinos de vidas interconectadas dentro de grandes corrientes de perturbación: seguramente, constituyen un buen lugar para reflexionar sobre el talento humano para poner remedio a las cosas. Pero también existe la perspectiva del bosque” (p.262)
En su “antifinal” el libro hace un enérgico alegato en favor de la ciencia abierta, abogando por la necesidad de abrir la producción del conocimiento a una multitud de colaboraciones “fúngicas” o rizomáticas (como las setas mismas), entre saberes académicos y populares. Esto es, la creación de un “paisaje activo” que permita el cultivo de relaciones de saberes y prácticas no instrumentales, como en trabajo sin garantías de los bosques, con su paciencia y tiempos extraños, así como las relaciones interespecíficas a las que invita. Relaciones que a veces “no surgen gracias a los planes humanos, sino a pesar de ellos” (p.363) y que requieren ir más allá de soluciones utópicas prefabricadas o multiuso. A pesar de su compleja factura (es indudablemente libro académico, denso y erudito) y su radical concreción en torno al matsutake, el libro nos invita a prestar atención a las complejas relaciones entre naturaleza y cultura.
Y es ahí donde el libro, en su vertiente más poética, nos sugiere rearmar nuestra imaginación ante las crisis en curso. ¿Quizá podamos inspirarnos en los valores ecológicos de las setas, así como en los proyectos de ciencia activista que el libro relata, como complejas formas de construir paisajes activos más vivibles y plurales? Donde la precariedad impera, quizá no nos quede más remedio que intentar armar muchas formas de relación fúngicas, pensando e interviniendo, desde nuestras parcelas, entornos y territorios, en los desastres en curso, aunque eso no sea garantía de nada. ¿Seremos capaces de crear paisajes activos, de muchos tipos, para sobrevivir al capitalismo y su destrucción planetaria?
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