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Opinión · Otras miradas

Nuestros hijos fachas

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Me ha vuelto a pasar. Otra amiga me ha confesado que le ha salido un hijo “facha” y ya van tres en mis alrededores en los últimos años. ¿Seré yo?, me pregunto, recordando el chiste malo de la última cena, cuando Cristo comunicó a sus discípulos que uno de ellos le traicionaría. A la pregunta obvia el Maestro contestaba uno por uno: Tú no, hijo mío. Cuando llegó el turno de Judas, el traidor, le contestó: ¡Seré yo! ¡Seré yo!, remedándole con burla.

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Más allá de Judas y de mis contradicciones y de las de los que me rodean, no creo que sea solo cosa de mi entorno más o menos acomodado y los números lo confirman.

En España ya hay más jóvenes comprando discurso de derechas que de izquierdas. Las cifras sobre los que “no creen” en la violencia de género, por ejemplo, son reveladoras. En cinco años se ha duplicado el número de jóvenes de 15–29 años que la califican de “invento ideológico” (uno de cada cinco varones, una de cada diez mujeres). Aquí los jóvenes siguen votando más a izquierda que a derecha, pero los que lo hacen a la diestra votan más a Vox que a otra cosa. En la repetición electoral de noviembre de 2019 Vox ganó casi un millón de votos. Las franjas de edad en las que su voto creció más, de abril a noviembre, en poco más de seis meses, fueron las de 18-24 años y las de 25-34.

Los que estudian estas cosas dicen que es  Vox el partido que más habla en sus canales, en su idioma. Es el que más seguidores tiene en redes sociales como Instagram, Tik-tok, Twich y seguro que alguna más que ni conozco.

Sin embargo, más allá de los errores de comunicación del resto de partidos y de la precariedad de la situación de nuestros jóvenes, con un paro juvenil del 30% y unos precios del alquiler prohibitivos para sus salarios, quiero reflexionar sobre algo menos tangible y quizá más preocupante: estoy viendo volverse de derechas a jóvenes que no sufren por estos números y, además, veo gente de izquierdas teniendo hijos de derechas y no veo lo contrario.

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Desde que me asaltó esa constatación,  observo más unida a la derecha que a la izquierda, más juntos, con la frente más alta, les veo hasta más rubios. ¿Seré yo?, vuelvo a preguntarme. En este Madrid de Ayuso están a la salida y a la entrada de las misas, en las terrazas, en las calles, en los eventos, todos tan chulapos.

A la gente de izquierdas la veo menos, con menos espacios de reunión, menos círculos, menos militancia, menos asociacionismo, menos organizaciones, más cada uno en su casa con sus series, con su periódico, con sus soledades y desilusiones, con su conciencia solitaria, con más cueva y menos calle y sin calle, sin roce, muy poca conciencia social es posible.

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Y para colmo, ahora parece que la rebeldía dejó de ser de izquierdas. Parece que solo los de VOX criticaran el sistema, se situaran afuera, y que los demás lo defendiéramos como viejos carcamales.

¿Seré yo? ¿Seré yo? ¿Habrá sido el Covid?  Cada vez veo a la izquierda más narcotizada por el consumismo, más difusa por el individualismo, más sin sentido, más menos. Sin el internacionalismo solo queda nacionalismo del tamaño que sea, es decir,  puro egoísmo, pura derecha, puro sinsentido.

¿Será que las comodidades nos están robando la ideología o, al menos, la difuminan, la distorsionan, la desdibujan, la descafeínan, la hacen menos verdad, más contradictoria, más borrosa, más fea para jóvenes idealistas?

Y a eso hay que sumar la vuelta a “los niños con los niños y las niñas con las niñas” entre gente adulta y muy adulta. Cada vez me encuentro con más pandillismo por géneros y menos grupos heterogéneos de gente que habla de algo más que de sí misma.

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Y viendo a los chavales como los veo:  metidos en las redes como si fueran pescado pescado, tan frívolos, tan esclavos de la imagen y del sexo, tan vacuos –en mi prejuicio infinito–, me da por pensar que la educación religiosa que muchos recibimos y no estamos queriendo para nuestros hijos, nos dio una conciencia social que ellos no están mamando. Las instituciones laicas hablan menos de la pobreza, de la injusticia y de lo mal repartido que está el mundo de lo que lo hacían los colegios religiosos en los que muchos izquierdosos estudiamos. En la Iglesia se habla mucho de todo eso, aunque sea por los motivos equivocados, y como es una institución que sabe de persuasión y de ritos, que sabe de generar comunidad a lo largo de los siglos, no daba solo números y cifras, que hoy los colegios ni dan para no entrar en política. Nos ponían vídeos, nos llevaban a asilos, a centros de menores, de drogodependientes, nos enseñaban la empatía de la única manera posible: in situ, mirando a los ojos.

No se puede enseñar conciencia social por pantalla. No podemos enseñar a ser de izquierdas sin salir de nuestros pisitos, de nuestro individualismo, desde el centro de nuestro estado del bienestar: el sofá, mientras ese estado se desmorona, como si fuéramos los músicos del Titanic, como si no viéramos que la cosa no mejora.

Es verdad que sigue siendo mucho más difícil ser militante de algo, parte de un grupo horizontal, que formar parte de rebaños. Pero no se me ocurre otra manera. ¿Seré antigua? ¿Seré yo? ¿Será que todavía no hemos inventado otra cosa? ¿Podremos inventarla cada uno desde su cueva?

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