Opinión · Otras miradas
La violencia de la mirada patriarcal sobre el cuerpo de la mujer
Autora de 'Y pensar ¿para cuándo? Filosofía de jóvenes para jóvenes' (Autografía, 2018) y 'Mentes Inquietas. Contrarrefranes y cultura popular' (Punto de vista editores, 2020)
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Durante la adolescencia, aprendimos que la feminidad —o, al menos, convertirte en una mujer-de-verdad, aquella que encarna los valores estéticos femeninos dictados por la mirada del hombre— pasa por procesos que conllevan sufrimiento físico. Esto es así porque muchos de los cánones que conforman estéticamente esta mujer-de-verdad son rituales sufrientes. Así, nos enseñaron que merece la pena depilarnos, aunque duela; llevar tacones, aunque te provoque heridas, someterse a dietas completamente restrictivas o asfixiarse a hacer deporte, a pesar de que destroce tu salud mental o pasar por cirugías estéticas que implican meterte en un quirófano suponiendo esto aceptar riesgos y peligros. Porque nos han dicho que “para estar guapa, hay que sufrir” y que las mujeres de verdad, son guapas y complacientes con lo que se espera de ellas, aunque esto suponga dolor.
La belleza femenina está sometida a la mirada del hombre o, más bien, enclaustrada bajo sus dictámenes y deseos. Así, es la mirada del hombre la que reconoce y valida nuestros cuerpos como deseables, atractivos, dignos de ser expuestos. Bajo estas normas y mandatos nos relacionamos con nuestros cuerpos de forma hostil, violentando sus propios límites en aras de hacer que nuestros cuerpos sean reconocidos. Huelga decir que esta mirada masculina se ha conformado patriarcalmente, esto es, considerando a la mujer como objeto de complacencia masculina y siendo el hombre el sujeto de validación.
Aquí se produce una alianza entre patriarcado y capitalismo, donde el capitalismo encuentra un espacio para continuar la violencia. Este sistema crea necesidades –que, por supuesto, no son tal cosa– para ofrecernos formas de cubrirlas. Estas soluciones suponen ganancias para las grandes empresas, acumulación de capital, a costa de insertar sufrimiento en nuestras vidas y hacernos enfermar.
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De esta manera, reproducimos esa mirada impositiva y persecutora en nuestras carnes a través de una constante hipervigilancia, autoexamen y autovalidación. Un autoexamen que es, en primer lugar, un espejismo, ya que no nos autoevaluamos y autoexaminamos desde nuestros propios parámetros, sino que lo hacemos desde aquellos interiorizados, desde esta mirada masculina interiorizada por nosotras: desde este nuevo panóptico de las sociedades de (auto)control; y, en segundo lugar, esta norma interiorizada no deja de actuar desde el exterior hacia nosotras, incluso de unas a otras con frases tales como: «¡qué guapa estás, cuánto has adelgazado!», «¡qué valiente ir en biquini. ¡Yo no podría!» o poner en tela de juicio el atractivo de una persona gorda bajo las consignas de «seguro que es súper simpática o buena persona». Además, en el momento en el que tratamos de salir de estas lógicas y separarnos de la consecución del ideal deseable masculino, somos castigadas, repudiadas a la no existencia, al no-lugar.
En esta lucha por ser sujeto reconocido por aquel que es considerado el sujeto que detenta la hegemonía, tampoco resulta más deseable estar del lado de aquello que encaja en la norma, en los estándares de lo deseable y atractivo. Encontrarte en ese lugar, como decía Marina Merino, consiste en ser diana de objetivación e hipersexualización bajo la siempre atenta mirada patriarcal. Fue precisamente el hilo de Marina en Twitter y sus tweets sobre los Trastornos de la Conducta Alimentaria [TCAs], la belleza de la mujer y la autoimagen lo que me hizo ponerme delante del ordenador a problematizar esta realidad. Aquella que vivo, al igual que muchas otras mujeres, en mis propias carnes: la constante vigilancia de mi imagen y la violencia por alcanzar ese lugar que es la validación y el reconocimiento. Pareciese que solo los cuerpos que resultan deseables tienen la posibilidad de habitar el mundo y que aquellos otros están condenados al no-lugar, a la no existencia, pero que, a su vez esta posibilidad de habitar el mundo, de lugar (frente al no-lugar), no deja de ser el espejismo —del que hablábamos antes— dado que siguen subordinados a la mirada masculina.
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De esta forma, se inicia una constante búsqueda del reconocimiento y validación, que siempre pasan por el ojo patriarcal, queremos ser deseadas y deseables, pero esto mismo es, al mismo tiempo, veneno, ya que nos continúa objetivando: ¿deseables para quién y para qué? Por una parte, para ser objeto de complacencia y satisfacción del deseo masculino y, por otra, para que nuestros cuerpos se transformen en espacios de acumulación de capital, donde los empresarios se benefician a través de él.
Escribo esto a mitad de una ola de calor que inunda mediados de julio y que anuncia explícitamente que estamos en verano; sin duda, la peor época del año para las personas que hemos sufrido o sufrimos un TCA. La hipervigilancia y el continuo chequeo de nuestros cuerpos —de cómo se ven, de que esté todo en su sitio— son paralelos al continuo miedo hacia algún cambio de nuestra imagen corporal, que no llegamos a controlar y se suma a una mayor exposición corporal que se sucede en estos meses. Pareciera que, si no tienes un cuerpo delgado o musculoso, en función de si eres mujer u hombre, no tienes derecho a enseñarlo.
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En esta búsqueda de reconocimiento que nos violenta, la relación con nuestro cuerpo ya es problemática, incluso, desde que somos niñas. El motivo es que nos presentan modelos inalcanzables de lo que es una mujer-de-verdad, una mujer deseable. Así, estas exigencias patriarcales nos conducen, en ocasiones, hasta a la enfermedad donde nuestro cuerpo es maltratado y castigado por no adaptarse a “lo que se pide”.
Recuerdo la frase que leí en el artículo de Leonor Cervantes sobre el estigma del acné en este mismo medio, que decía así: «Porque con el cuerpo de las mujeres pasa como con los partes escolares: se nos permite acumular un cierto número de incidencias hasta que se nos expulsa». De esta manera, podemos ser gordas, si somos guapas y nos arreglamos; o feas, si tenemos un cuerpo normativo. Pero no podemos acumular dos o más faltas si no queremos ser repudiadas a la no-existencia: una forma más de controlar y docilitar nuestros cuerpos.
Estos días leer a Leo y a Marina se ha sentido una forma de doler en común, reconciliarme con mi rosácea (un tipo de acné), reconocerme en el TCA de muchas mujeres, en los pensamientos y conductas que tener un TCA deja impreso y darme cuenta de que (casi) nunca había hablado de ello con nadie hasta escucharos. Supongo que por miedo a la mirada de pena, al paternalismo con el que se trata a las personas con TCA y al estigma de enfermas con el que se nos señala.
Leeros y escucharos ha sido una forma de entender, ponerle palabras a mi dolor y saberme acompañada. De esta manera, compartir mis pensamientos con vosotras, también, le pueda ser de ayuda a alguien para comprender procesos por los que ha pasado o violencias a las que somos sometidas continuamente en esta alianza entre el patriarcado y capitalismo. Confrontar la constante hipervigilancia y examen de nuestros cuerpos pasa por crear espacios donde poder dialogar a través de nuestra existencia como mujeres. Dolernos juntas ante un sistema que nos violenta continuamente —y que, además, ha conseguido que nos convirtamos en nuestras propias policías—, transformando cada vivencia personal en algo colectivo y, así, habitar la herida en común.
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