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Opinión · Otras miradas

Adoro la playa y detesto el sujetador del bikini

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Uno de mis lugares favoritos es el mar. Una de mis sensaciones preferidas es despertarme sudando  y desorientada porque los rayos de sol han estado impactando directamente sobre mi cuerpo. Adoro ir a la playa. Me gusta porque es de los pocos sitios en los que siento que no tengo por qué hacer nada más que estar. Esto es un alivio en un mundo en el que el hecho de llanamente existir nos hace sentir insuficientes. Me gusta la playa porque también es de los pocos lugares donde siento que la ciudad aún pertenece a los que vivimos en ella. No hay que pecar de inocentes, en el sistema en el que vivimos no habrá lugar en el que el ser humano no intente alguna forma de lucrarse y de hacer distintiva la diferencia de clases. En la playa nos diferenciamos los que comemos de tupper que llevamos en una neverita azul y los que lo hacen en el chiringuito; los que antes de sentarnos en la toalla volvemos al mar a limpiarnos la arena que se nos ha pegado sacudiendo la misma y los que directamente caen a plomo en una tumbona. No obstante, la playa no deja de ser un espacio en el que no se tiene que pagar por entrar y en el que no se tiene por qué consumir nada. Para una malagueña como yo, cuyas calles están ocupadas por terrazas de bares y escaparates de tiendas y en cuyas plazas cada vez hay menos bancos y cuelgan letreros advirtiendo que las pelotas están prohibidas, encontrar un espacio público que sigue pudiendo ser utilizado y ocupado por la gente para su alegría y encuentro es algo muy preciado.

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En la playa hago toples, aunque no siempre ha sido así. En mi infancia salada agradezco a mi madre no haberme comprado bikinis con dos partes. Es un tema para reflexionar por qué a niñas, con cuerpos de niñas y edades de niñas, les plantamos bikinis de dos piezas que cubren su pecho. ¿Qué estamos viendo en esos cuerpos? ¿Qué nos está pareciendo que hay que tapar en los mismos? La respuesta a esto nada tiene que ver con la playa y su ropa de baño.

Más adelante, en mi adolescencia costera, cuando mi cuerpo comenzó a cambiar, abandoné el toples. Igual que por convención social, la primera que vez que te baja la regla -en el caso de las mujeres cis-, es vivido en el ámbito privado como un ritual que evidencia que ya eres una mujer -aunque sigas siendo una niña-, tengo la sensación de que el desarrollo del pecho es tomado, de manera pública, con ese mismo aura ceremonial que marca el paso de niña a adulta. Y esto supone consecuencias. Un día, en esa etapa heterogénea y confusa que es la adolescencia, alguien, un familiar, una amiga, una profesora, te insinúa que deberías ponerte un sujetador, porque ya se te marca el pezón y se nota que tienes pecho -y esto es algo de lo que una debe responsabilizarse-. Incluso esa conocida te recomienda que comiences a llevar sujetador por otros motivos, como que eso garantizará que el pecho crezca con buena forma -es decir, en base a un canon irreal- y que no caiga -es decir, que no siga algo tan irrenunciable como la ley de la gravedad-. De repente, tu madre no siente decoroso que aparezcas en la piscina sin parte de arriba del bikini. En cuestión de tiempo, entiendes que no debes ir por casa en braguitas como hace unos años y sientes pudor si alguien te ve el pecho cambiándote de ropa. Me gustaría recordar algo: las tetas no son un órgano sexual. Sin embargo, parece que el desarrollo del pecho en una adolescente, e incluso en una niña -cis-, marca el pistoletazo de salida a partir del cual no sólo es susceptible de ser sexualizada, sino que ella misma debe hacerse cargo de la situación. Ahora que ya tienes un pecho “adulto”, asume la mirada masculina con la que cargamos todas y toréala como es debido.

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No solo pasé mi adolescencia llevando parte de arriba del bikini; sino que, además, la pasé odiando mi pecho. En el instituto recuerdo no ser la única que se torturaba por este tema. En mi caso era porque tenía “poco”, en el caso de otras compañeras, porque era “demasiado”. Yo en clase era “la tabla de surf” o, en su modalidad doméstica, “la tabla de planchar”. Otras sufrían por ser “la tetona” del aula y padecían comentarios, miradas -desde el asco a lo lascivo- e, incluso, roces. Hace poco me comentaba una amiga su preocupación por la cantidad de chicas que andaban ahorrando para operar su pecho. Según datos de 2018 de la Sociedad Internacional de Cirujanos Plásticos el aumento de pecho es la intervención quirúrgica estética más realizada en el mundo a mujeres -1841098- y también lo fue en España el año pasado, conforme a los datos de la Sociedad Española de Cirugía Plástica. Asimismo, según un estudio realizado en 2016 por la empresa Allergan, un tercio de las españolas se sienten a disgusto con su pecho y el 40% de las encuestadas usa de forma cotidiana sujetador con relleno.

A mi amiga le respondí que yo siempre había asumido que me operaría el pecho. No por un especial complejo -que también- sino porque era lo que sentía que “me tocaba”. Yo no tengo el “suficiente” pecho, es decir, la cantidad que me dice la sociedad que debo tener, por lo tanto, tengo que hacer los deberes y ponerle remedio. Este es un sentimiento común en las mujeres, sentir que por el hecho de existir ya le debemos belleza al mundo. Y no cualquier belleza, la que el sistema impone. Ya no quiero operarme el pecho. A las chicas que me lean que sí que quieran, que lo hayan hecho o que usen diariamente sujetador con relleno, me gustaría contarles que yo guardo como oro en paño un sujetador que anunciaba Blanca Suárez y por el que pataleé a mi madre para que me lo comprara. Ese sujetador hace que parezca que tenga un pecho que sé que no tengo y lo uso cuando llevo escote. Les diría, además, que yo también ahorro para otras cosas que no son menos ideológicas: una casa, hacerme unas mechas, un master, o un móvil de marca. Les diría, finalmente, que estamos todas en una rueda y que esto es más viscoso que una decisión individual.

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Comencé a hacer toples junto a mi primer novio que era un chico muy guapo al que le encantaba mostrar su cuerpo y que me animó a mí a hacerlo. Con su apoyo, me sentí capaz de abrazar el hecho de que jamás me había gustado llevar el sujetador del bikini: me dejaba marca, me rozaba el cuello, notaba durante horas algo mojado en el pecho o se me movía de sitio. Dejé de usarlo. Además, con aquel novio, agradecí que “me dejara” hacer toples los días de playa con sus amigos. Para muchas de mis amigas era inverosímil que a él no le molestara que ellos me vieran el pecho. Parece que el pecho es algo reservado para unos cuantos selectos en la intimidad o algo completamente anónimo. Podemos ver el pecho de mujeres, aleatorias y desconocidas, en una playa. Podemos ser esas mujeres en una costa donde no nos conoce nadie. Pero la cosa varía si se trata de personas conocidas que ven el pecho de mujeres conocidas. Mi compañero de trabajo, mi suegra, mis vecinos, no tienen por qué saber cómo tiene las tetas, Leonor. Es incívico, no procede, es algo evitable. Si a esto sumamos la idea de que ciertas partes de mi cuerpo están guardadas para un hombre en particular, mi pareja, que ocupa la posición más alta en la jerarquía de relaciones de mi vida, apaga y vámonos, la cena está servida. A día de hoy agradezco a mi exnovio que me ayudara a reconciliarme con mi cuerpo; pero no que aprobara que hiciera toples delante de sus amigos. Cualquier otra conducta hubiera sido reprochable, lo que no supone que esa fuera loable. El trato mínimo no se aplaude, se toma como punto de partida para construir los que merecen ovación.

Hacer toples en la playa, ser capaz de exponer mi pecho, me reconcilió con el mismo. Pero lo que me salvó, fue ver a más mujeres que también lo hacían. Observar pechos en la naturaleza, sin focos, retoques o poses imposibles. Contemplar pechos que se movían, pechos pequeños, grandes, de diferente tamaño el izquierdo con el derecho. Comprobar que el pecho no es el escote que me habían vendido en los anuncios. Ver diferentes tipos de pezón, tetas de edades distintas; pelo, cicatrices, explantes, granos, verrugas en los pechos. Eso me calmó y me cambió. No empecé a hacer toples por sumar mi pequeño pecho al desfile de tetas que puede encontrarse en una playa; pero ahora me mantengo en la decisión, en cierta medida, por eso.

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Comenzaba el artículo diciendo que la playa es de los pocos espacios públicos que aún no imponen requisitos para entrar. Se me olvidaba que quizás sí exista uno, el que nos autoimponemos nosotras en base a si tenemos el cuerpo “correcto” para hacerlo. Es por esto que me gustaría terminar con una frase que dijo mi madre cuando le conté que escribiría sobre esto: “Lo único que se necesita para poder ir a la playa es no tener que ir a trabajar ese día”. Disfruten de sus tetas y del mar.

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