Opinión · Otras miradas
La estampa del pastel y las velitas
@LaCrono__
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Llevo bastante mal que mis hijas crezcan porque ya no puedo acompañarlas cuando las invitan a las fiestas de cumpleaños. Qué bonito era llegar a una de esas tabernas del demonio llamadas ludotecas, ver cómo las niñas se hundían en una piscina de bolas y no saber de ellas hasta horas después, cuando estaba a punto de llamar a los antidisturbios. En esos infiernos terrenales, la música suena a un volumen mucho más alto de lo que permiten las ordenanzas; de esta manera, las madres y padres de los asistentes se hablan sin oírse entre ellos, mientras fingen normalidad y tejen conversaciones sobre los hijos de los demás o sobre política como si se entendiesen, que es una forma muy poco valorada de mantener la paz social. Cuentan que un día se estropearon los altavoces de una ludoteca y los componentes del conglomerado adulto pudieron escucharse durante unos minutos. A la media hora, la ambulancia estaba en la puerta del local. Se recogieron tres cadáveres.
La única comida que sirven en algunos de estos sitios se presenta en una bandejita con seis o siete patatas chip y un triangulito de pan de molde con embutido para cada churumbel. No ofrecen ningún producto que atienda las necesidades alimentarias de las madres, que se ven obligadas a robar patatas de la bandeja de su hijo o, triste es reconocerlo, de hijos ajenos. Lo peor de estas reuniones, sin embargo, llega al final. Por encima del chumba-chumba y de los gritos infantiles, retruena de vez en cuando la megafonía: “Zutanita y los invitados de Zutanita, podéis pasar a la pista”. Y ahí que corre Zutanita con su corona y se sienta en un trono enorme porque para algo es la reina del espectáculo, qué digo la reina: la diosa. Un cañón de luz ilumina su trono y la mascota del recinto –que suele ser el camarero novato disfrazado de oso– baila a su alrededor. La tropa, dispuesta en fila, la honra con ofrendas envueltas en papel de celofán, que Zutanita va apilando en el suelo porque, aunque le encantan, la cola es larguísima y queda mucho por abrir.
Claro que hay otras formas de celebrar estos aniversarios. Lo malo es que implican una cantidad de trabajo y tiempo que acostumbra a recaer en quienes todos sabemos (por si no lo pillan, empieza por ma y acaba por dres). Aun así, hay quien se atreve. Una vez nos invitaron a una fiesta en un almacén en pleno invierno. Veintitantos chiquillos de menos de un metro de altura, cuarenta adultos, nula ventilación y escasa movilidad. En esas condiciones repartieron una bengala a cada niño. Creí que serían bengalas fake, pero no. Las encendieron. Los más gamberros lo pasaron en grande. El resto lloraban aterrorizados, sin saber qué hacer con las estrellas que les salpicaban chispas de fuego sobre el anorak y que se acercaban peligrosamente a sus manitas.
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Aún quedan familias que organizan los cumples en casa. A priori, cualquiera podría pensar en un guateque de los de antes, cuando cumplir años apenas alteraba la vida familiar. No se engañen: ahí no falta la yincana, el escape room, el taller de maquillaje, la guerra de agua, la piñata y el padre de la criatura vestido de payaso. Tampoco falla el que se presenta a recoger a su nene a las once de la noche y la que se apoltrona en el sofá y no se larga hasta que los anfitriones aparecen en pijama.
Por más que cada familia adapte la celebración a sus gustos y posibilidades, hay algunas constantes. Por ejemplo, un cumpleaños comienza con la creación de un grupo de Whatsapp en el que participan las madres, un padre al que el público considera un héroe y otro padre al que nadie conocía pero se acaba de separar y le toca justo ese sábado. Tampoco suele faltar la dichosa bolsita de chuches como despedida, qué manía de atiborrar de azúcar a los niños.
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Y después está la foto. Sí, en singular. La foto. La que guardamos del preciso instante en que le deseamos todos –y que de verdad suena ese “todos” cuando el mundo es aún tan minúsculo– cumpleaños feliz. La del pastel y las velitas, las mejillas tiernas y rosadas, la sonrisa de dientes chiquitines, el pelo finísimo, casi de bebé, y ese brillo en los ojos. La imagen que contagia el júbilo de quien se siente querido, el alivio de quien comprueba que forma parte de una comunidad, la seguridad de quien sabe que ocupa un lugar en el mundo, en nuestro mundo. Esa estampa es la razón para acompañar a nuestros hijos a los cumpleaños mientras nos dejen. Eso y la bolsita de chuches que, a la vuelta, olvidan en la mesa de la cocina para que alguien, siempre por su bien, se las coma mientras duermen.
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