Opinión · Otras miradas
Las gatitas y las ratas de Ana María de la Rocha
Periodista en 'Pikara'. Autora de 'Lunática'
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Quedaban dos meses para dar por concluido 1978. Pasaron muchas cosas aquel año, pero en realidad esa afirmación sirve para cualquiera. Carmen Conde se convirtió en la primera mujer en entrar a la Real Academia Española (RAE) y entró en vigor la Constitución. El dictador llevaba ya tres añitos muerto y todavía había quien creía que la democracia podría sanar todas las heridas de la dictadura franquista.
Pero hay instituciones –instituciones totales en palabras del sociólogo Erving Goffman– heridas por definición. A las cárceles españolas, por ejemplo, la democracia no ha acabado de llegar. La historia es vieja. En octubre de 1977 entró en vigor la ley de amnistía, que dejó de lado a los presos sociales. Lo explica bien Modelo 77, la película de Alberto Rodríguez Librero, que está ahora en cartelera.
No solo eso. Algunos presos políticos vieron anuladas sus sentencias de amnistía. Es el caso de dos militantes del GRAPO [Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre], por ejemplo. Según recogía el diario El País, la anulación se basaba en que la ley de amnistía requería de “la intencionalidad de restablecer libertades públicas o reivindicar autonomías para los pueblos de España para la aplicación de la gracia a los delitos políticos cometidos después del 15 de junio de 1977”. Habían sido procesados, según el mismo medio, por “la colocación de una bandera con un potente explosivo en un puente de la autopista M-30, de Madrid”.
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Mientras algunas personas vitoreaban y celebraban los cambios, otras sufrían las consecuencias de la mutación de un sistema político que no quiso transformar profundamente los cimientos de una sociedad profundamente herida. La COPEL (Coordinadora de Presos Españoles en Lucha) no pudo ganar su batalla y, todavía hoy, sigue vigente en el imaginario social la distinción entre presos sociales y políticos obviando que la pobreza –y sus consecuencias– es una cuestión política de primer orden.
Hubo cambios, sí. Carmen Conde se convertía en la primera mujer en entrar a la RAE y Ana María de la Rocha, en la primera en dirigir una cárcel en democracia. En concreto, se estrenó como directora en Yeserías, Madrid, aunque llevaba ya muchos años trabajando para las instituciones penitenciarias. La democracia premió con un cargo de gran responsabilidad su compromiso, al menos laboral, con la dictadura. La criminóloga asumió con 41 años la tarea de dirigir una de las cárceles de mujeres más importante del Estado español en ese momento. El máximo responsable de las prisiones era entonces Carlos García Valdés, que había sido nombrado tras el asesinato, por miembros del GRAPO, de Jesús Haddad. García Valdés se mostró ante la opinión pública como un hombre más moderado y aperturista. A él se le atribuye, por ejemplo, la retirada de religiosas de la gestión de prisiones de mujeres.
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Tras su paso como funcionaria por la cárcel de Alcalá de Henares, Ana María de la Rocha fue trasladada a la de Alcázar de San Juan (Ciudad Real), reformada formalmente para la reeducación de prostitutas. En la revista Triunfo publicaban que tenía fama de “mujer dura” y que había quien contaba “auténticas perrerías de ella” porque, aunque quería dar una imagen “liberal y humanitaria”, era, en realidad, “represiva y autoritaria”. Sustituía en el cargo a Jesús Jiménez Cañete. En la misma publicación decían de él que “cuando surgía algún problema se arremangaba el brazo y enseñaba sus heridas de bala”. Era, dicen, “muy franquista” y “muy totalitario”. Ella iba de progre. En la revista Interviú la definían como una “criminóloga-feminista-progre, con el pelo a lo afro y porte juvenil”. En esa misma publicación, De la Rocha declaraba que las presas eran “como gatitas” a las que había que tratar “con un poco de mimo” porque eran muy “sensibles”.
No todas las ‘gatitas de De la Rocha’ –a las que, evidentemente, no les sentó nada bien ese apelativo– estaban dispuestas a dejar que hiciera y deshiciera a su antojo. Llevaba apenas dos meses dirigiendo la prisión de Yeserías cuando ocho de ellas se declararon en huelga de hambre. La mayoría pertenecían al GRAPO y, junto a otras presas, participaron primero en motín y se declararon en huelga de hambre después. ¿Cómo acabó la cosa? Con el traslado de algunas de ellas a las cárceles de Alicante y Córdoba y con el aislamiento de otras tantas.
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El periodista Juan Cruz visitó esos días la prisión para entender qué estaba sucediendo. De la Rocha aseguraba que los daños costarían unas 300.000 pesetas, pero que lo peor es que habían alterado la paz social de la prisión. Aprovechó la visita del periodista para apuntalar su imagen progresista. Probó la comida que comían las presas y dejó a la prensa que fotografiase el centro. Esta es una de las pocas historias de revueltas que se conocen durante los años de la Transición en las cárceles de mujeres.
Ella no entendía nada, claro: “Si yo hubiera sido reclusa no me hubiera amotinado. ¿Por qué? Quizá porque soy muy respetuosa con las órdenes que recibo”. Claro, pero es que Ana María de la Rocha no tenía que soportar las continuas situaciones violentas que sí sufrían las presas. Aquellos días se revelaron ante un registro, según su parecer injustificado, en el que los y las funcionarias de las cárceles buscaron explosivos en las celdas. Tras los registros, se produjeron las protestas.
En las fotos que se publicaron en la prensa no se veían las ratas que campaban a sus anchas por la prisión a pesar de las quejas de las reclusas.
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