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Opinión · Otras miradas

Los agoreros de la industria cultural y el triunfo de Filmin

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sociedad del espectáculo

Los agoreros de la industria cultural son algo así como la Bruja Lola afectada por una depresión profunda. Ya se sabe que en la industria cultural (término que pienso repetir hasta la saciedad porque creo que es importante remarcar que la cultura, el arte en general, es y debe tratarse como una industria) lo que da aparente prestigio es ser apocalíptico. En algunos casos no es para menos, pero en otros hay una pose vacía y, desde luego errónea, en esa postura. En  pensar que uno mismo es muy culto porque ve cine iraní  lentísimo, adora el olor de los libros y no hay nada como oír a Dylan en vinilo. Y por eso, como uno es tan culto por esos motivos materiales no porque haya asimilado de una manera inteligente lo que ofrece la cultura, puede hacer predicciones catastróficas sobre lo que nos trae el futuro. Y ya no digamos si el devenir aporta algún cambio.

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Ha pasado tiempo suficiente para poder demostrar que esos agoreros no es que no tuvieran razón, es que están viendo que resulta que a la gente le gusta el cine, leer y escuchar música. A la gente de a pie, no sólo a ellos. Ellos aventuraban que el roce de la industria cultural con las nuevas tecnologías, con el anatema intangible, iba a hacer que la gente dejara de leer, que las hordas de jóvenes quemarían sus libros en pos de ebooks (ay, cuántas veces se ha nombrado en estas décadas el nombre de Fahrenheit 451 en vano) y que no podría volver a salir un Kieslowsky, ni un Tarkovski ni un Bergman porque la gente vería cine en sus diminutos teléfonos móviles.

Han pasado unos 20 años desde que todo esto comenzó y 15 concretamente desde que nació Filmin, una plataforma de cine streaming que estos días ha celebrado por todo lo alto su fiesta de quinceañera y que es uno de los ejemplos más claros de cómo el consumo digital de cultura no es cosa de gente ágrafa. Juan Carlos Tous (actual CEO y cofundador), Jaume Ripoll y José Antonio de la Luna hace tres lustros se dieron cuenta antes que casi todos de que ver cine en casa, en un ordenador, en una televisión o en un móvil es otra forma de conocer el trabajo de grandes artistas, muchos de ellos minoritarios. Esencialmente lo que entendieron es que a uno le puede apasionar ver una película en la que un burro tarda diez minutos en tiempo real en atravesar un valle de las montañas de Shiraz y disfrutar  de la experiencia de sentarse en una sala a oscuras, vivir el rito del silencio cuando la pantalla se enciende, de sentirse desnortado cuando la luz vuelve a cegarte y sales a la calle y que esto no está reñido con la posibilidad de acceder, desde tu casa,  a películas minoritarias que en otras épocas sólo se exhibían en festivales. O comerciales, pero que te perdiste en tu momento por falta de tiempo, de ganas de dejar el sofá o (tema esencial) de dinero.

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Una, que afortunadamente ya tiene una edad, ha crecido yendo al cine Alphaville de Madrid para ver las pelis de Greenaway, Jarmusch o Derek Jarman; ha tenido la suerte de crecer en una casa llena de libros, donde tenía para escoger entre unos 20.000 volúmenes y almacena miles de vinilos. Pero una es una privilegiada, y que adore los soportes físicos de la industria cultural no es incompatible, muy al contrario, con que aprecie de manera extraordinaria el trabajo de plataformas como Filmin o de otras más populares como Spotify o Kindle. Por supuesto de pago, porque los artistas y los trabajadores de esta industria no viven del aire.

Pero no puedo evitar destacar el gran logro de esta empresa que ha pasado a ser la gran prescriptora en un tiempo en el que eso es especialmente importante. Fimin va más allá de suplir la labor del crítico cultural.  Con sus maravillosas recomendaciones temáticas recuerda a aquellas discográficas como Gong, Factory, 4AD o Nuevos Medios que, sacaran lo que sacaran, sabías que te iba a gustar; o editoriales como Anagrama, Siruela o Valdemar, al que uno es fiel aunque no conozca al autor del libro. Filmin sirve para descubrir, no es como el periódico de cabecera que termina contándote lo que ya sabes. Y ese ha sido su gran triunfo. Pero aunque esa ha sido, sin duda, la baza de esta plataforma, lo cierto es que su función básica es la que dar acceso al cine en general y a determinado cine en particular a mucha gente que por razones tan prosaicas (disculpen que sea práctica cuando hablo de arte) como que en su pueblo nunca hubo cine ni de arte y ensayo ni del otro o no tiene dinero para comprar una entrada cada semana, pueda acceder a obras maestras.

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Los que se quejaban hace años de esto de las plataformas quizá no recuerdan que algunos vimos todos los clásicos de Hollywood en televisión o las pelis del Oeste los sábados por la tarde o series maravillosas como Mis Terrores Favoritos, Los Ángeles de Charlie o Retorno a Brideshead en siete pulgadas. Ir al cine era una fiesta, como ahora.

¿Y qué es lo bueno de todo esto? Que al final la industria, el público y los artistas nos hemos ido adaptando, y que resulta que la gente consume o degusta o como quieran llamarlo más arte que nunca. En 2021 se ha batido el récord de venta de libros desde 2008, en todos los formatos, pero muchos más en papel. La gente tiene a golpe de clic la posibilidad de ver todo el cine de Pilar Miró, lo nuevo de Lars Von Trier o todo Spielberg; si no conoces a Grateful Dead, Bach o Throbbing Gristle es porque no quieres

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Y sí, los privilegiados por educación y/o poder adquisitivo podemos comprar vinilos, ir al cine como el que va a misa, adquirir y oler libros hasta caer desmayados y tocar las tapas de cuero de las primeras ediciones hasta quedarnos mancos. Lo digital no va a impedir a nadie tocar, oler y escuchar arte en formato analógico, no, por mucho que algunos parezcan molestos por que todos puedan degustar cultura.

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