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Opinión · Otras miradas

Perú o el golpe permanente

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Una persona sostiene una pancarta que reza "Pedro, amigo, el pueblo está contigo" durante una protesta después de que el Congreso votara para derrocar al presidente de Perú, Pedro Castillo. -REUTERS/Gerardo Marin

Hace ahora poco más de un año tuve la oportunidad de reunirme en Lima con el entonces ministro de Economía Pedro Francke. Recuerdo que en aquella ocasión, mientras recorría las calles vacías y degradadas del centro de Lima, me asaltó una certeza: el poder, el verdadero poder, no residía en el despacho que acababa de visitar.

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Las viejas moquetas, los ascensores del siglo pasado y los ujieres ajados, situados en un centro histórico de Lima que hace mucho tiempo dejó de ser el corazón de la ciudad, eran la mejor representación simbólica del poder que ya fue. El contraste con el ultramoderno, elitista y xenófobo barrio de Miraflores o Barranco, con sus mucamas cholas de uniforme cuidando en los parques a los hijos e hijas de la élite empresarial blanca del Perú, era sencillamente brutal. Casi parecía una puesta en escena para comunicar al visitante que allí no manda el presidente o los ministros, los que mandan son ellos, los Miró Quesada, los Brescia, los Belmont, los Hochschild o los Rodríguez, propietarios de los principales sectores productivos y los medios de comunicación.

Durante años estas familias han construido en Perú el paraíso político del neoliberalismo, un Estado tan mínimo que no requiere de instituciones políticas para caminar. En un país que ha tenido seis presidentes en seis años el establishment económico no ha tenido problemas para seguir haciendo negocios.

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Fueron ellos los que, desde el primer minuto en el que un maestro rural mestizo pisó el palacio virreinal que hace de sede de la Presidencia del Perú, decidieron que no le permitirían ostentar el poder -siquiera simbólico- de la alta magistratura. Así comenzó la historia de una nueva modalidad de golpe de Estado, el golpe de Estado permanente. Durante un año y medio el Congreso, la Justicia y los medios de comunicación se afanaron en derrocar a Castillo.

El Congreso batió todos los récords de obstruccionismo. En apenas 16 meses Castillo tuvo que vivir 3 mociones de censura, la destitución de 7 ministros (más que a los 5 presidentes anteriores juntos), vio cómo el legislativo eliminaba la posibilidad de celebrar referéndums y modificaba a hurtadillas la Constitución para eliminar el único artículo -el 134- que permitía al presidente hacer un contrapeso a un legislativo obstruccionista. Finalmente llegaron a prohibirle hasta su ejercicio de representación institucional, negándole el permiso para acudir a la toma de posesión del presidente Gustavo Petro en Colombia.

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Entre tanto, los dos principales medios del Perú, El Comercio y La República señalaban a Pedro Castillo en más de la mitad de sus portadas a lo largo de este año. Como demuestra un estudio de CELAG, ocho de cada 10 de esos titulares tuvieron carga negativa.

La justicia se sumó al festín. Para finales de este año Castillo acumulaba 6 acusaciones judiciales, algunas sencillamente por haber declarado públicamente querer resolver el diferendo histórico sobre el acceso al mar con el país vecino Bolivia. El hostigamiento no se limitó a él. Encarcelaron a su hijastra y varios de sus asesores más cercanos fueron encausados y depuestos.

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Finalmente ayer, tras un año y medio de sufrir este golpe permanente, Castillo les entregó a sus perseguidores la soga con la que sería ahorcado. En una declaración a la desesperada, y antes de ser destituido, intentó frenar al Congreso  en una operación similar a la que protagonizó con éxito Fujimori en 1992 con el apoyo de las fuerzas armadas. No calculó Castillo que operaciones como esa solo le son permitidas en América Latina a gobernantes de derecha.

A las pocas horas Castillo era destituido por el Congreso y detenido en Lima. La nueva presidenta, la hasta ayer exvicepresidenta de Castillo Dina Boluarte, anunció que, en un país con uno de cada cuatro habitantes bajo el umbral de la pobreza,  su primera medida sería solicitar a la Fiscalía y Procuraduría entrar de manera inmediata “a las estructuras de la mafia que se encuentran al interior del Estado”. En la muy clasista Lima probablemente Castillo viva en sus carnes un castigo ejemplarizante destinado a quienes como él, de extracción popular, se atrevan a desafiar el status quo peruano.

Castillo engrosa así la triste lista de los presidentes latinoamericanos electos -todos de izquierda- que no pudieron acabar su mandato constitucional: Manuel Zelaya, Fernando Lugo, Evo Morales, Dilma Roussef y desde ayer, Pedro Castillo.

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